Relatos por el mundo
París me regaló su eclaire que disfruté en la estación de Bruselas mientras esperaba el tren para partir hacia Amsterdam. Con el ritmo que llevábamos en este viaje, así de fácil y rápido se entrelazaban las ciudades que nos empujaban hacia la siguiente cual fichas de dominó.
Nuestro último desayuno belga corrió por cuenta otra vez de Kaffabar, esta vez, con la excusa de que mi hermano y mamá lo conocieran. Estando en Bélgica es casi una obligación consumir la mayor cantidad de chocolate posible, por lo que el contraste entre un muffin de chocolate negro y un café con chocolate blanco fue la combinación perfecta que necesitaba para arrancar bien arriba una jornada que nos deparaba una visita por las afueras de Bruselas.
Siendo como son las distancias en Europa, solo una hora y media de tren nos demandó cruzar la frontera hacia la vecina Bélgica. En este caso, Bruselas nos recibía con las ansias de exploración intactas y una madre con un andar propio de un rengo voluntarioso, porque como ya les había contado algunos kilómetros atrás, el último día en Paris lo pasó en reposo con el tobillo hecho una bocha de hockey.
En nuestro último día en Paris nos trasladamos hacia Montmartre. El metro nos acercó hasta donde pudo, o hasta donde quisimos, ya que parte de nuestra visita consistía en recorrer a pie aquella zona la cual, de entrada, nos ubicó en una placita con un mural repleto de la frase “Te quiero” en todos los idiomas posibles.
Nuestra misión para el tercer día era clara: apostarse bien temprano en la fila para entrar al emblemático museo Louvre. Para ello, contábamos con la tarjeta Paris Pass, la cual, además de numerosos descuentos, nos ubicó en una fila prioritaria que fluía al interior de la pirámide de cristal ante la recelosa mirada de aquellos que aún no tenían su entrada.
Mi primer contacto con el viejo continente fue posible gracias a aquella generosa promoción de la empresa brasileña Smiles, esa que en el 2015 buscaba cautivarnos con su suculento 3×1 en la compra de millas (más de un viajero la debe recordar con nostalgia).
Con la frondosa jungla y los picantes volcanes despidiéndonos, resolvimos que era pertinente volver a saborear la costa, solo que en este caso sería la del océano Pacífico. El pueblo, Tamarindo, era claramente el destino más orientado hacia la juventud, con bares y boliches abiertos hasta bien entrada la noche.
Luego de nuestro primer contacto playero con el Atlántico, la zona central de Costa Rica, tan selvática y volcánica, sonaba demasiado tentadora como para dejarla pasar y hacia allí partimos. Sin embargo y para nuestro pesar, la conexión con San José era inevitable.
En aquel departamento de Belgrano, con su sillón rojo y su mesa con un rompecabezas de un cuadro de Klimt a medio armar, nos juntamos cuatro amigos a contar los minutos que faltaban para partir hacia el aeropuerto.