Día de paseo y noche de gira
Antes de seguir adelante te recomiendo leer el post anterior Llegamos a Amsterdam
Tempranito arrancó el segundo día con la visita al museo Van Gogh emplazado en un espacio bien abierto rodeado de pares tan emblemáticos como el Rijksmuseum y el Moco. Este museo bien puede entenderse como una especie de biografía del artista plasmada en infinidad de objetos de su vida, las cartas de su hermano, algo de mobiliario, sus materiales de trabajo y, por supuesto, las obras de arte. Si solo las fotografías hubiesen estado permitidas…
Aquella colección pictórica nos llevó de paseo por los numerosos autorretratos, los famosos girasoles, los paisajes campestres, las pinturas con inspiración caribeña de su amigo Paul Gauguin y una versión ampliada de mi favorita: El dormitorio en Arlés.
Allí descubriría que la que tenía frente a mí en ese momento fue la primera versión de la obra, relegando la segunda a Chicago y dejando a la tercera como aquel amor a primera vista en Paris.
Ya empachados de Vincent, el gift shop me permitió adquirir uno de mis objetos personales más preciados: una taza con el cuadro mencionado y elemento indispensable de todos mis desayunos.
A la salida nos sacamos la clásica foto con el cartel de “I Amsterdam” que se hallaba atestado de gente, como era previsible, para luego tomar el tranvía hacia la plaza Dam, centro neurálgico de la ciudad y punto de partida para nuestro Free Walking Tour.
Nuestro guía de la jornada resultó ser un español muy cómico llamado, desde ya, Manolo, quien nos llevó durante más de dos horas por toda la urbe marcándonos cada particularidad del recorrido y su historia, como por ejemplo, la convivencia local con el fácil acceso a las drogas recreativas, la casa que inspiró a Rembrandt para su Lección de anatomía, la casa más angosta del mundo, la invención del peaje, recomendaciones de negocios de quesos y muchos etcéteras. Al concluir, además de corresponder con la merecida propina, nos inscribimos en un tour por el barrio rojo para el día siguiente.
Estábamos al filo de emprender la retirada cuando observamos que a media cuadra del lugar donde finalizó el tour asomaba un negocio llamado Reypenaer que vendía quesos de todo tipo y color. Por suerte, cada variedad ofrecía generosas muestras gratis que desaparecieron en un suspiro ante nuestra presencia.
Tras comprar algunos productos para traernos a casa y de probar el queso de lavanda con su exótico color celeste, nos dimos por satisfechos… por el momento.
De regreso al departamento nos topamos con la Rembrandt Platz, una plazoleta caracterizada por la recreación con bronces de tamaño real de la icónica pieza Ronda de noche, obra del autor que le da nombre al lugar y una de sus creaciones más célebres.
Pero ojo que el día no terminó ahí! Una merienda, un baño y vuelta a salir: el objetivo aquella noche era conocer uno de los tantos coffee shops dispersados por la ciudad. Luego de recorrer un poco, nos definimos por uno llamado Hunter´s que nos recibía con un ambiente algo oscuro, con la música bien fuerte y aires de tugurio.
Fue así que allí, mis hermanos, las novias y mi mamá comenzamos a ojear el menú para ver qué opciones narcóticas tenía para ofrecernos. Si bien las experiencias previas con drogas recreativas de cada integrante del grupo eran desconocidas para el resto, en esta ocasión estábamos todos juntos y ávidos de vivir aquella experiencia.
Con un par de tragos de por medio, algunos decidieron ir con el clásico porro, solo que relleno de una marihuana de excelente calidad, mientras que yo ataqué sin miramientos un brownie repleto de hachís.
Recuerdo que su sabor era bastante chocolatoso con un dejo herbal y que los primeros momentos post deglución transcurrieron sin sobresaltos. La conversación en la mesa era fluida, yo miraba y asentía entendiendo todo lo que se decía pero sin participar de la conversación… Mi rol era más bien el de espectador.
En un punto me di cuenta de que mi hermano llevaba más de 15 minutos hablando de lámparas y la versatilidad de las mismas, que si las de escritorio eran mejores que las de pie, que luces dicroicas o de bajo consumo… y en ese momento estallé.
La risa me inundó de una manera abrumadora, incontrolable. No podía entender cómo se podía disertar tanto y con tanta pasión sobre lámparas y eso sencillamente me hacía reír. Era tal la intensidad del momento que ya no podía emitir sonido y los músculos de mi cara estaban a pleno mientras mi familia me miraba desconcertada y se empezaba a contagiar con la tentación. Creo que nunca me habían visto reírme así de fuerte.
Tras varios minutos de algarabía, ese ataque de carcajadas empezó a darme un respiro y la conversación recobró algo de sentido. Me parece que el resto del grupo no resultó tan afectado como yo por lo que consumieron, pero cómo me hubiera gustado que así hubiese sido. Tras terminar los tragos salimos del ensordecedor ambiente y caminamos por la noche holandesa hacia un bar convencional que pasó sin pena ni gloria. El efecto narcótico había mermado.
O al menos eso creí hasta que, de regreso hacia el departamento, mi mamá hizo una mención sobre algo que tenía que ver con unas ardillas que me disparó nuevamente, aunque con menor intensidad. No tengo mucho recuerdo de aquel trayecto a casa, solo que me pareció caminar muchísimo. Al momento de acostarme en mi cama del ático pensé para mis adentros: “Qué buena noche”.
No te pierdas como sigue este viaje en el siguiente post Vorágine capitalina vs. calma suburbana