Ya en la terminal, nos subimos a una combi blanca cuyo conductor unilateralmente decidió demorar unos minutos la salida para capturar algún pasajero extra. Sin embargo, el plan no le funcionó a la perfección ya que partió con el rodado incompleto.
Nuestros compañeros de ruta eran una pareja de jóvenes estadounidenses con ideas políticas bastante controvertidas y un par de amigos israelíes de unos cuarenta y tantos muy macanudos.
Durante las primeras horas del viaje fuimos charlando con nuestros colegas de combi para conocer un poco más sobre ellos y sus lugares de origen. Por una cuestión etaria, arrancamos entablando la conversación con los estadounidenses.
Pero, conforme profundizábamos el diálogo, su fascinación por las armas y su inquebrantable defensa de Trump como presidente hicieron que los silencios incómodos orientaran nuestro interés hacia los israelíes.
Kobi y Aaron eran dos amigos de toda la vida que se habían propuesto como filosofía de vida dedicar por lo menos un mes del año a compartir un viaje juntos. Kobi estaba retirado y era un entusiasta del ciclismo mientras que Aaron tenía un restaurante y su pasión por la comida lo acompañaba a todos lados. Me refiero a que siempre llevaba consigo un sinfín de bolsitas con todo tipo de snacks: frutas deshidratadas, nueces, almendras, etc.
Entre charla y charla, comencé a sentir un poco de mareo al que no le di mucha importancia… al principio. Con el correr de los minutos me percaté de que tanta curva, sube y baja rutero estaban comenzando a hacer estragos en mi estómago. Para mis adentros fustigaba mi conciencia por no haber ingerido un Dramamine preventivo.
Con el sudor frío bajando por mi espalda, me vi forzado a dejar de hablar para concentrarme en conservar el desayuno en su lugar mientras trataba de mantener un ritmo respiratorio constante y sereno.
Cuando estaba a nada de pedirle al chofer que se detenga para salir y hacer un zafarrancho, me avisaron que en breve haríamos una parada técnica para ir al baño y almorzar. Con una concentración digna de un budista tibetano, me mentalicé para sobrellevar la situación esos minutos y llegar intacto al restaurante.
Apenas puse un pie en tierra firme sentí una fresca brisa que, cual bálsamo, me rescató de regreso al mundo de los vivos. Tras deambular unos instantes por las inmediaciones del lugar me sentí plenamente recuperado para disfrutar de un liviano almuerzo.
En honor a la verdad he de confesar que también me clavé un helado de postre demasiado tentador como para dejarlo pasar. Ya sé, calavera no chilla.