La excusa perfecta
Tener una amiga haciendo el doctorado en Junín de los Andes fue la excusa perfecta para poder despegarme por cuatro días de la tediosa rutina de oficina característica de la jungla de cemento porteña.
Ya bien entrada la primavera, noviembre vaticinaba un clima por demás seductor para este viaje relámpago. No había más plan que descansar, pasar tiempo de calidad con mi amiga, comer chocolate y, desde ya, recorrer la hermosa Neuquén cordillerana.
El corto vuelo de Aerolíneas Argentinas hacia el aeropuerto de Chapelco me permitió dormitar no más de 15 minutos (con el inevitable espectáculo de la boca abierta pero con baba contenida). Mi sueño fue interrumpido por el siempre bienvenido carrito de la comida acercándose a una velocidad inversamente proporcional a mi ansiedad por el snack.
Cuando finalmente se posó a mi lado, la azafata me sirvió un café que vino acompañado por un surtido de frutos secos, semillas y rodajas de banana deshidratada en una bolsita que tenía más aire que comida.
Si no me falla la memoria, hasta hace no muy poco el snack de Aerolíneas Argentinas tenía la forma de un alfajor, verdad? Seguramente me estaban cuidando de todo lo dulce que me esperaba en los días subsiguientes.
Ya cerca de aterrizar, presencié por la ventanilla cómo el avión pasaba temerariamente por al lado de un cerro, tan cerca como para subir las pulsaciones y a la vez tan lejos como para sobrevivir. Supongo que la planificación de un aeropuerto en una zona plana cerca de los Andes debió ser bien complicada y no quedaba otra que ir haciéndose lugar entre el accidentado terreno hasta la pista de aterrizaje.
Otra cosa que me llamó la atención fue la intensa inercia que sentí al momento de tocar el suelo cuando el piloto clavó los frenos. Me imagino que la pista no debía ser muy extensa y tiene sentido, un poco por el irregular terreno y otro tanto porque, después de todo, la mayoría de los turistas que se aventuran para estos lares prefieren decantar más al sur en Bariloche, relegando a este aeropuerto un flujo mucho menor de visitantes.
Al descender por la escalera del avión me percaté de dos curiosidades de este viaje. Era la primera vez que no despachaba valija y, más sorprendente aún, era la primera vez que volaba solo.
El interior del bonito aeropuerto se hallaba tapizado con madera de a momentos salpicada por algunos herrajes necesarios para sostener la estructura, destilando un aire muy sureño y acogedor. Mientras revisaba mi celular para dar noticias sobre mi arribo, apareció mi eterna amiga de la facultad para bienvenirme con un tierno y fuerte abrazo.
Para nuestra fortuna, por las inmediaciones del aeropuerto merodeaba Omar, un conocido de mi amiga que no solo tenía auto, sino que además nos hizo la inmensa gauchada de acercarnos a Junín de los Andes en no más de 20 minutos por la ruta 40.
Mi amiga me hospedó en su casa ubicada a unas pocas cuadras del centro y por cuya entrada asomaban unas florecidas caléndulas amarillas felices y plenas por esta primavera que se hacía notar con sus inauditos 25°C.
En el interior, el aroma a vacaciones era palpable, casi todo revestido en madera y ladrillo, la planta baja contenía la cocina, living y baño y la planta alta era ocupada por una extensa habitación repleta de espacio.
De lo ya lindo de la casa hubo algunas peculiaridades que hacían de aquel hogar algo más bonito aún. A saber: la hamaca paraguaya (deseo de todo mortal), la imagen de elefantes en imanes, macetas y jarras, las infaltables bicicletas y los colores verde y violeta marcando la personalidad del lugar.
Como el día estaba precioso y no había almorzado, pasamos por una panadería a por unos sanguchitos y chipá para luego seguir viaje hacia la avenida costanera de los pescadores. Allí, pasando el puente banana, nos recostamos sobre las márgenes del río Chimehuin que avanzaba raudo y meandroso esperando con los brazos abiertos a todo aquel que quisiera darse un chapuzón.
Con el sol a nuestras espaldas, nos quedamos charlando de todo un poco, poniéndonos al día digamos. Mientras tanto, los sanguchitos desaparecían de a pares y el paisaje, entre arbóreo y serrano, me hacían olvidar cualquier estrés que pudiera haberme perseguido desde Buenos Aires.
De más está decir que no éramos los únicos allí, el día estaba tan agradable que funcionó como el señuelo perfecto para despegar a la gente de sus casas en pos de disfrutar una tarde de río.
Algunos perros callejeros, ni lentos ni perezosos, se acercaban en busca de comida con sus estrategias pulidísimas: el primero se sentó al lado de mi amiga y le ofreció la pata, luego la otra y, al percatarse de que la dosis de ternura no era suficiente, optó por recostarse sobre su lomo en busca de mimos en la panza.
El segundo vino hacia mí y se me sentó encima, luego me miró con sus enormes ojos vidriosos y comenzó a lengüetearme la mano. Fue difícil resistirse, pero pudimos superar la tentación y no les dimos de comer, únicamente por el hecho de que seguramente les hubiera hecho mal al estómago… y porque ya me había liquidado casi todos los sanguchitos.
Con el sol ya casi de costado, fue momento de regresar a la casa no sin antes hacer una parada técnica en una cervecería artesanal en busca de una cerveza de trigo de la buena. Al llegar a la puerta de casa observé que las caléndulas se habían ido a dormir cerrando sus pétalos hasta el día siguiente como diciendo “basta por hoy”.
Cabe mencionar que a lo largo del día, mi amiga se cruzó con no menos de 5 conocidos a los que saludó y con quienes paró a charlar. Muy a contramano de ello, por mis pagos yo podría salir a caminar toda la semana y cruzarme solo caras desconocidas. Otro de los encantos de vivir en una ciudad de apenas 15.000 habitantes.
Si la idea de una buena cerveza de trigo les parece tentadora, sepan que vino acompañada por una trucha patagónica al horno del tamaño de mi brazo con espárragos gratinados. Como ya se imaginarán, estuvo para chuparse los dedos y para colmo, de postre hubo alfajores de todo tipo.
Qué lindo es que te reciban con tamaño festín sureño y, mejor aún, que encaje a la perfección con la indescriptible sensación de sentirse como en casa. Créanme que este trato no se consigue ni en los mejores hoteles 5 estrellas.
No te pierdas como sigue este viaje en el siguiente post Caminata y charlas alrededor del Lácar