Mañana suburbana y tarde céntrica
Antes de seguir adelante te recomiendo leer el post anterior Un centro histórico hermoso
Para arrancar nuestro segundo y último día en Bratislava decidimos alejarnos de la pequeña urbe en dirección a las ruinas del antiquísimo castillo de Devín. El día había amanecido radiante y se prestaba inmejorable para pasarlo en exteriores.
Dado que nuestra excursión del día se situaba a unos “lejanos” 12 kilómetros de nuestro hotel, mi hermano mayor (con su chip) se puso a descular la forma más sencilla para arribar.
Para nuestra fortuna, una combinación de 2 colectivos nos dejaba a las puertas del castillo. Mejor aún, la primera parada estaba a una cuadra de nuestro hotel.
No sé si será un comportamiento compartido entre viajeros, pero cuando me toca tomar el transporte público en otro país yo suelo ponerme a leer los cartelitos, mapas, instrucciones pegados en la pared o garita de espera.
Pasando por alto el inentendible eslovaco, mis ojos migraban hacia los anuncios en inglés. Entre texto y texto, descubrimos que para poder viajar había que comprar el boleto con monedas, exclusivamente, a través de una expendedora allí ubicada.
Hurgando en nuestros bolsillos llegamos a recaudar la cantidad necesaria, pero para el viaje de vuelta iba a ser necesario hacernos de un poco de cambio. Asegurándonos de comprar los boletos pertinentes, depositamos el vil metal y la máquina escupió nuestros pasajes. Prueba superada.
Luego de media hora de viaje con la mirada atenta al GPS y a la pantallita electrónica que indicaba las paradas, llegamos a destino. La zona era bastante suburbana, con inclinaciones a lo rural donde las casitas estaban algo espaciadas entre sí y las colinas ya formaban parte del paisaje.
Atravesado el estacionamiento y los locales de souvenirs, cafés y demases, alzamos la cabeza hacia las elevadas ruinas que se cernían sobre nosotros. La fortaleza fue fundada en el siglo VIII pero el lugar ya se encontraba habitado desde el Neolítico y fue fortificándose en el tiempo hasta su conformación oficial como Castillo de Devín en el siglo XIII.
Ustedes dirán, “¿Qué tiene de importante ese lugar para que su interés se remonte a la Edad de Piedra?”. Pues bien, resulta que esta área está ubicada exactamente en la intersección de los ríos Danubio y Morava. Si a eso le suman sus más de 200 metros de altura, se cae de maduro su importancia estratégica.
Sin pausa pero sin prisa dimos comienzo a nuestro ascenso bordeando los serpenteantes caminos que conducían a la cima. Apenas separadas por un alambrado a nuestra izquierda, unas ovejas pastoreando bien campantes nos acompañaron en nuestra subida.
Cada codo del camino servía como excusa ideal para darse vuelta y tomar una foto del hermoso paisaje rural que se revelaba con mayor nitidez a cada paso.
Al llegar finalmente al castillo per se vimos que el caudal de gente allí arriba era mayor al de abajo, pero nada que impidiera moverse con soltura y disfrutar del lugar. Las primeras impresiones de esta fortificación fueron las de unas auténticas ruinas de piedra bastante bien conservadas para su larga historia.
Las paredes de roca apilada de a momentos dibujaban arcos, torres, ventanas y habitaciones. En una extensión del castillo, que bien podría haber servido como puesto vigía, pude ver clarísimamente el encuentro entre el verdoso Danubio y el amarronado Morava.
Las escaleras estaban a la orden del día y gracias a ellas llegamos a la cima del castillo en donde la vista llegaba hasta donde el horizonte lo permite. El pequeño pueblo de casas tejadas recostado sobre los pies de la ladera, la cercanía con el río, las sombras de las nubes en las colinas y la supremacía de la vegetación sobre cualquier construcción humana me trasladaron algunas centurias hacia la Edad Media.
Luego de atravesar un pasadizo del interior del castillo en el cual se presentaba una minúscula muestra sobre los orígenes e historia del lugar, comenzamos el regreso. Tratando de recorrer pasajes nuevos para apreciar todo lo bonito del castillo y sus alrededores, llegamos al camino elegido por el colectivo para traernos.
Como el camino (casi ruta) era único y de doble mano, nos pusimos a caminar por la mano derecha hasta dar con la parada. Tuve la sensación de haber caminado mucho más para encontrar la bendita parada de vuelta que desde el lugar donde nos dejaron a la ida.
El hecho es que finalmente apareció y, mientras esperábamos el bondi, nos avivamos de que no habíamos conseguido cambio en monedas para costear nuestro retorno. Desde ya que patear de vuelta hasta el castillo para adquirir monedas no era una opción por lo que decidimos jugarnos a nuestra suerte.
Conforme pasaban los minutos, la parada se iba cargando de gente y, tras media hora de espera, llegó el mentado colectivo. Lo bueno de este transporte público en Bratislava es que nadie te controla al subir si compraste el boleto; ni siquiera al bajar.
Las inspecciones suelen ser muy esporádicas y azarosas. Ahora bien, no vayas a tener la mala suerte de que justo te toque una de esas inspecciones sin tu boleto porque ahí sí que se te pudre el rancho. A ver, no te van a llevar preso, pero la multa puede llegar a los 50 euros.
Con cara de piedra y absoluta parsimonia subimos y nos sentamos al fondo, lejos de la vista del chofer. Como era de esperar, el colectivo estaba lleno y la mayoría compartíamos la parada final. Las circunstancias jugaban a nuestro favor.
Así fue como, tras media hora de silencio y una pizca de ansiedad, nos entremezclamos en el batallón descendiente del centro de Bratislava. Nuestra infracción eslovaca resultó ilesa y jamás fue descubierta…
Se ve que tanta adrenalina por nuestro raid delictivo nos despertó el hambre… o quizás porque ya era la hora del almuerzo. El caso es que estábamos relativamente cerca de uno de los restaurantes más recomendados de la ciudad: Zelený Rodrigéz.
Supongo que, siendo un miércoles al mediodía, todo el mundo estaba laburando porque el lugar estaba bastante vacío. Yo me había hecho a la idea de que, dada su fama eslovaca, nos íbamos a encontrar con un ambiente considerablemente más concurrido.
Sentados en una mesita cerca de la puerta nos dedicamos a analizar el menú en eslovaco e inglés. Todo parecía muy tentador y, entre tantas opciones, me decanté por unos ravioles rellenos con queso de cabra y crema.
Al primer bocado de esas pastas con forma de mini empanaditas me di cuenta de que aquel iba a ser otro de esos almuerzos gloriosos. Estaban como para limpiar el plato pasándole el pancito para liquidar hasta la última gota de salsa.
Estas pastas rellenas y el sándwich de pato del día anterior fueron dos de los mejores almuerzos de toda esta travesía europea. Bratislava sí que sabe cómo complacer a sus comensales…
Para bajar la comida levantamos nuestras humanidades y empezamos a caminar por la ciudad esperando descubrir nuevas maravillas. La primera que encontramos fue el Palacio Grassalkovich, actual residencia oficial del presidente de Eslovaquia y de un estilo barroco brotado de mediados del siglo XVIII.
Dado que veníamos desde el centro, nos topamos de lleno con su fachada de banderas enarboladas y antecedida por una fuente de orbe central. Luego de tomar las fotos de rigor, seguimos nuestro camino sin siquiera sospechar que detrás de aquella fachada se extendían sus bonitos jardines. Quedan anotados para la próxima.
De lo que sí nos dimos cuenta, es de que estábamos bastante cerca de otra de las atracciones más importantes de Bratislava: La puerta de San Miguel. Esta puerta/torre de cúpula de bronce aguzada es la única de las 4 originales que permanece en pie.
Lo de “permanecer en pie” es una forma de decir ya que, originalmente construida en el siglo XIV, la puerta fue demolida y reconstruida varias veces hasta tomar su forma final en el siglo XVIII. Si bien desde allí arriba es posible tener una vista 360° del centro de la ciudad, nosotros decidimos apreciarla desde abajo.
Y hete aquí que, atravesando aquella puerta, pudimos pararnos en el Km 0 de Bratislava marcado por un círculo dorado señalando las distancias y direcciones a muchas capitales del mundo. Y sí, Buenos Aires estaba entre ellas.
Nuestra check list de actividades eslovacas estaba prácticamente completa y dedicamos las últimas horas a pasear por su hermoso y pintoresco centro sin rumbo fijo. Por otro lado, estábamos cada vez más cerca del final de nuestro viaje y las energías, claramente, no eran las del principio.
Bratislava me resultó una ciudad muy bonita, especialmente su casco histórico, y creo que 2 o 3 días son suficientes para un primer acercamiento. Por otro lado, su gastronomía se lleva los premios a la contundencia y exquisitez. Además, estando prácticamente pegado a Viena hubiera resultado una picardía no hacernos una escapada a esta capital europea.
Por lo pronto, al día siguiente comenzaríamos nuestro viaje hacia el último destino de este fantástico viaje de hermanos. Unos cuantos kilómetros al sureste cruzando la frontera nos esperaba la mítica e intrigante Budapest…
No te pierdas como sigue este viaje en el siguiente post La joya del Danubio