Mi primer contacto filipino
Antes de seguir adelante te recomiendo leer el post anterior Guerra y Arte
Desde un vuelo nocturno de más de 3 horas provisto por la asiática aerolínea Cebu Pacific, nos despedimos de la futurista Corea del Sur en busca de temperaturas más generosas, playa y naturaleza.
Pisamos suelo filipino por primera vez en el aeropuerto Mactan de la centenaria ciudad de Cebú (la segunda más importante después de Manila y centro de distribución estratégico del turismo).
Ni bien bajar del avión, y a pesar de ser las 2 de la mañana, la humedad y el calor nos pegaron un cachetazo con la mano bien abierta. Nos estaban avisando que, por esas latitudes, el clima iba a ser bien distinto al gélido destino anterior.
Tras recoger nuestras valijas, fuimos directamente a buscar un transporte que nos dejara en nuestro hotel. Por suerte, la disponibilidad de taxis era amplia; lo difícil fue explicarle al conductor cómo llegar a nuestro alojamiento.
Sea por no entender nuestro inglés, no conocer muy bien las calles de su ciudad o simplemente por querer pasearnos, el poco profesional conductor demoró más de lo necesario en acertar con nuestro hotel. Como imaginarán, esa “picardía” se tradujo en varias bajadas de ficha extra de su taxímetro.
Por suerte llegamos finalmente al Main Hotel & Suites, un hotel 3 estrellas muy bien ubicado, con amable atención y una habitación bastante espaciosa. Un poco a regañadientes por su mal desempeño, le entregué los excedidos pesos filipinos al tachero, hicimos el check in y nos tiramos de cabeza en la cama, vencidos por el sueño.
Si bien el jet lag ya era cosa del pasado, solo dormimos unas pocas horas esa primera noche motivados por nuestras ansias de conocer la ciudad. O seguramente porque el desayuno lo servían hasta las 10 y ni borracho me pierdo un desayuno buffet.
Siempre que tengo esas bandejas metálicas escondiendo un manjar caliente delante de mí o la multitud de mermeladitas, fiambres y quesos esperando mi captura, pierdo un poco el control y rebalso mi plato con un poquito de cada.
Supongo que en realidad es una forma de complacer a mi vista más que a mi paladar. Suele ser una constante que a mitad de camino mi estómago empiece a acusar una esperable fatiga por la sobrecarga y me pida de bajar un cambio.
Pero como dije, siempre me pasa. A pesar de ello, seguiré reincidiendo en mi conducta voraz con la firme convicción de que todo aquello que tuvo la desgracia (o fortuna) de caer en mi plato tarde o temprano será alojado en mis fauces sin dejar vestigios tras de sí.
Dicho lo dicho, con algo de café, jamón, queso, huevos, pan, mermelada, salchichas y hasta pescado dentro de mí, salimos a echar un vistazo a la ciudad.
Apenas caminamos un par de cuadras notamos que el ambiente se anunciaba algo áspero: caras poco amigables, edificios venidos a menos y aspecto peligroso. Muy probablemente nos hayamos sentido inseguros por el absoluto desconocimiento del lugar en el que estábamos (sumado a una buena dosis de prejuicio).
Más tarde nos daríamos cuenta de que a unas pocas cuadras de distancia el panorama era totalmente distinto y de lo más turístico.
Como sea, decidimos tomar otro bendito taxi hacia el centro que, dicho sea de paso, costaba un tercio de lo que se cobraba en Buenos Aires.
Al parecer, uno de los lugares más conocidos de Cebú era el Ayala Mall, un shopping de proporciones bíblicas y centro neurálgico de la actividad social. Siendo una buena alternativa para un día estaba bastante nublado con riesgo de lluvia, hacia allí enfilamos.
Nomás subir al taxi le dije al conductor: “Good morgning, to the Ayala Mall, please”, a lo que me miró con cara extrañada, como no pudiendo comprender. Asumiendo que mi inglés pudo no haber sido el mejor, le repetí nuevamente el destino pero el resultado fue el mismo. Como mi paciencia es una virtud pero no es mucha, me di por vencido y le pedí a mi novia, quien maneja el inglés de taquito, que le explique a dónde queríamos ir.
Luego del cuarto intento el taxista exclamó: “Aaahhhh, Aiiiiiala Mall!!!”. Pero si es lo que te estábamos diciendo flaco!!! Pues no, evidentemente nuestro acento argentino sonaba como si quisiéramos ir al Assshhhala Mall, y ese sonido era TOTALMENTE distinto al que podía interpretar el taxista.
En nuestro corto trayecto hacia el shopping pude observar el contraste entre negocios de aspecto bien local y altos edificios modernos de oficinas. Los kilómetros de cables de luz colgando de los postes, casas humildes, publicidades gráficas mitad en español y mitad en tagalog y estrechísimas veredas eran la tónica de Cebú.
Por cierto, las calles llenas de tráfico estaban a la orden del día y entre ellas sobresalía el pintoresco Jeepney.
El Jeepney forma parte del transporte público y es una especie de mini colectivo muy barato y pintado con los diseños y colores más extravagantes que se les puedan ocurrir (con un aire al Van Damme de Capheus para quienes vieron la serie Sense8).
Mediante un acceso por una puerta trasera, los pasajeros se sientan frente a frente chocando las rodillas (algunos llegan a ir colgados del exterior) y tienen la posibilidad de bajar en cualquier punto del recorrido.
Si bien surgieron como una adaptación de los jeeps abandonados por los estadounidenses luego de la Segunda Guerra Mundial, en la actualidad existen fábricas dedicadas a su diseño y construcción. Los Jeepneys son tantos y tan llamativos que se han convertido en un elemento distintivo de la cultura filipina.
Una vez dentro del Aiiiiiala Mall, nos abocamos a recorrer sus numerosas galerías aún invadidas por decoración navideña, entrando en algún que otro negocio atraídos por sus accesibles precios. Mientras veíamos ropa en un local, comenzó a sonar una música de lo más festiva que se aproximaba de a poco.
Finalmente descubrimos que la melodía era proporcionada por una banda acompañada por un grupo de 5 bailarines vestidos con plumas, flores y prendas de colores súper estridentes.
Al acercase a nosotros, observamos que la líder del grupo cargaba con una imagen religiosa que alzaba sobre su cabeza mientras el resto del grupo llevaba carteles con la palabra “Sinulog” escrita.
Luego del espectáculo a todo ritmo, comenzamos a notar que esa palabra también estaba presente en la ropa de la tienda, en otros negocios y demás sectores del shopping por lo que nos entró curiosidad por conocer su significado.
Tras indagar un poco, descubrimos que “Sinulog” hacía referencia a una festividad religiosa/cultural realizada en honor al Santo Niño de Cebú, patrón de la ciudad.
Esta ceremonia realizada el tercer domingo de enero consistía en una procesión hacia la basílica del Santo Niño y se caracterizaba por un baile ritual en conmemoración de la “adopción” del catolicismo por parte del pueblo filipino.
Religioso o no, tenía un ritmo de lo más pegadizo y toda esta fanfarria formaba parte de los preparativos de una fiesta con la capacidad de congregar más de un millón de personas. Imagínense lo complicado que debe ser moverse por una ciudad que de golpe tiene un millón de personitas más pululando por sus calles. Afortunadamente para nosotros, todavía faltaba una semana para tamaña celebración.
Luego de almorzar un bife de Marlin y algo de cangrejo con arroz, dimos una última recorrida por el shopping que nos taladró los oídos con el tema oficial de Cebú. Busquen en YouTube “Cebu Theme Song” y van a ver de qué les hablo…
Algo agotados consecuencia del viaje nocturno, cambio de clima y falta de descanso, decidimos dar por terminado el día turístico no sin antes comprar algunas facturas bien suculentas para sacudir más tarde en hotel disfrutando de alguna película que pudiéramos pescar de la programación filipina.
No te pierdas como sigue este viaje en el siguiente post Un popurrí de Cebú
Jajaaja, muy interesante tu experiencia con Sinulog!!! Muy colorido todo!
Muchas gracias!!!
En el próximo post ahondaremos en el Sinulog! 😀
Que pinta que tienen esas últimas dos fotos mmmmmmmm
Las facturas no me duraron ni 15 minutos…