Primera tarde en Seúl
Antes de seguir adelante te recomiendo leer el post anterior Primera mañana en Seúl
El mediodía decía presente y parecían haber pasado un millón de horas desde el desayuno. Por lo tanto, nos despedimos del palacio Deoksugung para perdernos por las callecitas del barrio Myeongdong en busca de un lugar para almorzar.
La verdad es que la oferta de restaurants abundaba. El problema era que teníamos que guiarnos por las fotos de los platos o por el aspecto del lugar ya que, estando todo en coreano, era imposible predecir con qué tipo de comida nos íbamos a encontrar.
Desembocamos en un lugar llamado HongKong Banjum 0410 donde parecían ofrecer platos típicos y cuya clientela parecía ser mayormente local. Claro síntoma de buena calidad o precio asequibles.
Aun teniendo un menú a mano, como mencioné anteriormente, nos guiamos por las imágenes y por el precio para elegir un Jaengban-jjajang como almuerzo.
¿Acaso no saben lo que es un Jaengban-jjajang? Al menos podrían sacarlo por contexto… Por esta vez se las dejo pasar y les cuento que es un salteado de vegetales, fideos y algunos camarones, todo embebido en una salsa agridulce.
Como parecía ser un plato rendidor, pedimos uno para compartir y cuando el mozo nos lo depositó en la mesa vimos que además venía acompañado de una tijera.
Con mi novia nos miramos extrañados y de reojo vimos que otros comensales habían pedido platos similares con fideos y que la tijera era parte de ellos. A fin de sumergirnos en las costumbres de nuestro país anfitrión, no nos quedó otra que tomar la tijera y empezar a cortar nuestra porción de fideos.
Este tipo de situaciones son las que le dan mucho más color a los viajes y le otorgan esas anécdotas peculiares que quedan grabadas en la memoria.
Otra costumbre de la mesa coreana es que siempre sirven una botella de agua, sin cargo, y los buenos modales indican que se debe llenar el vaso del acompañante y viceversa. Otro detalle son los palitos metálicos para usar como cubiertos que hechos de ese material justamente para diferenciarse de la madera de los japoneses, eternos invasores de la península coreana.
Luego de meterle tijeretazo a los fideos y saborear ese salteado, quedamos listos para seguir recorriendo la ciudad. Casi sin quererlo, pasamos nuevamente por la puerta del palacio Deoksugung con tanta suerte que estaba teniendo lugar el segundo cambio de guardia del día.
Sin dudarlo presenciamos la ceremonia hasta el final la cual incluyó un señor dándole a un tambor inmenso como si no hubiera mañana.
Para bajar la comida nos fuimos caminando en dirección sur hacia el parque Namsan, apostado sobre un monte bastante céntrico. Aquel montículo servía de base para la siempre visible N-Tower, una torre de comunicaciones devenida en uno de los puntos turísticos más emblemáticos de Seúl.
A pesar de la opción del teleférico disponible, decidimos subir la cuesta por los caminos habilitados. Gracias a nuestro manso tranco pudimos apreciar las hermosas vistas de la ciudad.
Siendo invierno, el sol comenzaba su despedida bastante temprano permitiendo una hermosa postal del atardecer desde aquel monte desprovisto de follaje. Una vez en la cima, a casi 500 m.s.n.m., paseamos por el nivel inferior de la torre provisto de restaurantes, negocios de regalos y una cafetería.
Existía la posibilidad de acceder a un nivel superior para una perspectiva aún más elevada del paisaje. Sin embargo, dado que costaba sus buenos wons y que las vistas desde donde estábamos ya resultaban por demás gratificantes, lo dejamos para otra ocasión.
Luego de un cafecito reparador y de darle descanso a nuestras piernas, dimos una vuelta por la base de la torre. Allí encontramos varios muñecos gigantes de los protagonistas de Line Friends, una serie de personajes basados en un servicio de mensajería instantánea originaria de Japón pero con fuerte presencia en Corea del Sur.
Tras la maratón de fotos, del paisaje y de los muñecos, emprendimos el regreso por el mismo camino que nos llevó hasta arriba. La única diferencia era que la penumbra comenzaba a dominar la escena.
La intromisión de la noche llevó a que la ciudad encendiera su decoración navideña. Luces multicolores colgando de los edificios y dispuestas de tal manera que cada fachada se convertía en un árbol navideño con vida propia.
La avenida Samil-daero, arteria central de la ciudad y repleta con edificaciones del futuro, bien podría haberle hecho competencia al Bifröst de la mitología escandinava.
Admirando el espíritu navideño colgante de los rascacielos, llegamos al barrio Insa-dong, reconocido por sus callejuelas llenas de cafés, negocios de antigüedades, casas de té y un ambiente vibrante.
Si bien ya era de noche, la gran cantidad de gente caminando por allí y las incandescentes luces de los comercios nos hicieron creer que estábamos transitando el pleno mediodía de un día laboral citadino.
Para cerrar nuestro primer día completo al mejor estilo coreano, fuimos a un restaurant ambientado de forma muy tradicionalista. Una vez sentados a la mesa, me pedí un Kimchi-Jjigae (guiso de kimchi para los amigos).
Para quienes no lo conozcan, el kimchi es una preparación fermentada de col, aderezada con un sinfín de ingredientes, extremadamente picante y piedra angular de la gastronomía coreana.
Otra de las particulares de la cocina coreana son los platos de acompañamiento que pueden llegar a ocupar toda la mesa. En este caso, me trajeron unas pequeñas porciones de brotes de soja, kimchi condimentado, otro kimchi en una salsa y el ubicuo arroz.
Todo aquello sirvió como complemento de una vasija de hierro candente conteniendo una especie de sopa hirviendo con más kimchi, vegetales y tanto más que ni me animé a preguntar.
Al primer bocado me di cuenta de que la situación iba a estar complicada, no solo por lo ardiente de la preparación, sino por su incisivo picante.
Dicen que cuando se come picante, no hay que pasarlo con agua, sino mezclarlo con pan pero lo más parecido que tenía a mano era el arroz. Traté de ir metiendo un bocadito de guiso y otro de arroz, otro de guiso y otro más grande arroz… hasta que se me terminó el arroz.
A contramano del frío exterior, adentro estaba sudando la gota gorda para tratar de terminar mi comida. Mientras batallaba con aquel enemigo de mi paladar, veía como un comensal vecino y local le entraba sin asco a una preparación similar.
Solo se detenía para secarse el sudor con una servilleta y luego continuaba embuchándose su cena con una velocidad admirable y algo intimidante, debo reconocer.
Muy a mi pesar, a mitad de camino me vi obligado a abandonar la lucha contra mi cena. Tal derrota quedará grabada como una mancha en mi expediente culinario y una cicatriz en mi orgullo.
Pero como dicen, soldado que huye sirve para otra guerra. Y este soldado se fue a dormir con el paladar desensibilizado y los ojos vidriosos… por el picante, aclaro.
No te pierdas como sigue este viaje en el siguiente post Dos palacios, un santuario y un secreto
Muy entretenido Manu!!
Gracias!!!
😀 😀 😀