
Sudáfrica a flor de piel
Antes de seguir adelante te recomiendo leer el post anterior El desierto del Namib
Por una cuestión de cronograma de vuelos, regresamos de Namibia para pasar los últimos dos días del viaje en Johanesburgo. Jamás imaginaría que uno esos días iba a estar invadido por una intensidad emocional tan profunda que al día de hoy me sigue erizando la piel.
Tras aterrizar en la metrópolis sudafricana, historia casi calcada: aeropuerto, Gautrain, estación de Sandton y ahí nos quedamos, en el vistoso Protea Hotel Balalaika.
El Balalaika era un hotel de cuatro estrellas de muy buen nivel, algo más vintage que los anteriores, con restaurant lujoso, alfombra, porcelanato y madera laqueada por todos lados, sala de conferencias (como si la fuera a usar) y hasta un salón privado bautizado “Lords”. El lugar era tan grande que desde nuestra habitación, caminando sin parar, tardábamos más de 10 minutos en llegar al lobby.
Tan motivados como el primer día nos subirnos nuevamente al Hop On Hop Off para recorrer la zona norte de la ciudad repleta de jardines y casas que denunciaban un buen pasar económico.
Nuestra primera parada fue en Constitution Hill, hoy sede de la Corte Suprema sudafricana pero que, hace menos tiempo del que uno desearía, albergó una de las cárceles más cruentas del país.
Como quien no quiere la cosa, nos colamos en una visita guiada para un grupo de estadounidenses donde nos mostraron la sala de sesiones. Aquel recinto estaba atiborrado de simbolismos en cada rincón a saber: las gradas en forma de anfiteatro a mayor altura que las sillas de los miembros del tribunal para demostrar que nada está por encima del pueblo o bien una ventanita circundando el recinto a través de la cual solo eran perceptibles los pies de los transeúntes. En esos pies resultaba imposible distinguir color, religión, condición social o género.
La siguiente parte del tour nos llevó por los vestigios de aquella prisión, las jaulas hacinadas y las humillaciones sufridas por los convictos en pos de ser favorecidos por una ración de alimento.
Pero lo más perturbador fueron las celdas de aislamiento de no más de 1×2 metros de estéril superficie cuyo único contacto con el exterior (que en realidad era el interior de la misma prisión) se presentaba en forma de una mirilla en la puerta con vista a una pared.
Uno debería sentirse afortunado si le tocaba la celda número 13, el de la suerte, cuya mirilla apuntaba a un pasillo, permitiendo gozar de una mínima sensación profundidad.
El guía nos invitó a ingresar en esas celdas y cerrar la puerta mientras un minuto transitó por su cronómetro. La sensación de encierro y desesperación estiró esos 60 segundos de una manera atroz, pero afortunadamente, no corrimos la suerte de quienes llegaron a pasar hasta un año allí confinados.
Las lágrimas brotaron aquel día tanto como hoy lo hacen al escribir estas líneas ante la despreciable miseria de la humanidad.
Nos tomó algunos minutos rearmarnos tras aquella experiencia, pero había que seguir adelante. Con la congoja latente, divisamos un busto de Mahatma Gandhi que formaba parte de una exposición dedicada a su vida y a los años que pasó allí preso en la época del colonialismo británico.
Parte de la muestra sobre su paso por Sudáfrica daba a entender que Gandhi no hubiera sido lo que fue de no haber experimentado de primera mano las injusticias a las que era sometido la mayor parte del pueblo sudafricano. Por cierto, Mandela también estuvo preso allí si bien, por distancia en los tiempos de la Historia, no simultáneamente con Gandhi.
Unos pocos minutos antes del mediodía, con la sensibilidad a flor de piel, retomamos la senda del bus rojo hacia el golpe de gracia: el Museo del Apartheid.
Ni bien descendimos nos encontramos de frente con una sobria fachada protegida por siete altísimos pilares rotulados Democracia, Igualdad, Reconciliación, Diversidad, Responsabilidad, Respeto y Libertad que ya nos advertían sobre lo que se venía.
Así como para arrancar nomás, en la boletería nos dieron una entrada que aleatoriamente nos asignó el rol de “blanco” o “no blanco”, habilitándonos para ingresar por la puerta correspondiente a nuestro color.
A lo largo de un pasillo invadido por letreros, publicaciones y señales de segregación, comenzamos a empaparnos de aquel horrible sistema llamado apartheid. Esos pocos primeros metros podían ser más o menos mortificantes según el color que te haya sido asignado. Sin embargo, al final ambos confluían para dar inicio a un espacio común al aire libre con fotos y testimonios de algunos ciudadanos de aquella época.
El museo presentaba una cantidad de material gráfico, fílmico e interactivo tan completo que nos llevó a detenernos a cada momento para leer y aprender.
Todo lo que significó el apartheid, su cotidianeidad, la segregación, los Townships, el activismo, la política, las masacres, la vista gorda de gran parte de la comunidad internacional, los héroes, los mártires y su final (al menos en los papeles) estaban representados de manera brillante.
En nuestra visita pudimos recorrer una exposición temporal sobre George Bizos, abogado defensor de los derechos humanos por aquellos años, una galería fotográfica sobre la vida pública y privada de Madiba, con énfasis en el respeto que emanaba y su reconocimiento mundial y una breve reseña sobre Stephen Biko, aquel a quien Peter Gabriel le dedicó una canción en la que narra su triste historia de tortura y asesinato a manos de la policía.
Tan absortos estábamos ante tanta información que el tiempo se pasó volando y tuvimos que apurar el paso cuando nos avisaron que el museo cerraba en 10 minutos. Al salir de allí estábamos vacíos tanto mental como emocionalmente pero agradecidos por haber tenido la oportunidad de recorrer aquel museo.
Por enésima vez, sería el bus rojo el encargado de arrojar nuestros despojos en el hotel donde no hubo más resto que para picar algo y desmoronarnos en la cama.
De más está decir que el último día en Johanesburgo no pudo incluir nada que demandara un mínimo de concentración por lo que lo empleamos para pasear y descansar en la habitación.
Sudáfrica nos atrajo con su belleza natural y cumplió con creces. Pero una vez allí, la riqueza de su historia nos mostró vericuetos impensados un mes atrás. Esa historia tan vasta, ajena en su mayor parte, que te atrapa cuando te alcanza y te marca.
Es imposible transmitir con palabras lo que sentimos en el país más austral del continente más olvidado por la humanidad. Solo anhelo que estas palabras hayan sido suficiente para que se animen a conocer Sudáfrica, el país de todos los colores.
Que excelente descripción de tu vivencia!!!
Muy bueno!!!!
Gracias!!! 🙂 🙂