Amor a primera vista en París

Amor a primera vista en París

2 enero, 2020 0 By Manu

Mi primer contacto con el viejo continente fue posible gracias a aquella generosa promoción de la empresa brasileña Smiles, esa que en el 2015 buscaba cautivarnos con su suculento 3×1 en la compra de millas (más de un viajero la debe recordar con nostalgia).

Como jamás había participado en un programa de viajero frecuente ni en nada relacionado con el canje de millas por pasajes, tenía mis reservas al respecto, no obstante lo cual, era tal el runrun que se había generado en torno a esta promo que decidimos darle una chance.

Para ello era necesario crearse un usuario en la página brasileña, ya que en Argentina aún no se había establecido pero que igualmente permitía la inscripción de no residentes, echar un vistazo a los vuelos ofrecidos, sacar cuentas y exprimir esta oportunidad.

Dicho sea de paso, les adelanto que este viaje a Europa fue de tipo familiar, auspiciado por mi mamá y complementado por mis hermanos y nuestras respectivas novias de aquel entonces. Sea por reparo o planificación (el viaje estaba pautado para 2016), solo usamos la oferta para emitir 4 pasajes directos a París cortesía de Air France, uno de los cuales me incluía. El resto viajaría, ex promo, por la alemana Lufthansa y la portuguesa TAP, con sus consecuentes escalas.

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El día de la partida lo recuerdo con nitidez: viernes de junio sin una nube en el cielo, Paul Simon sonando en nuestro traslado a Ezeiza, mi mamá y uno de mis hermanos con su novia esperándonos con las valijas ya despachadas y el característico entusiasmo que desborda en la previa de cada viaje.

A las 5 de la tarde clavadas despegamos, por lo que pasamos la noche volando. Siendo mi primera vez con la aerolínea francesa, reconozco que la comida resultó muy buena, con un quesito Camembert a tono, y un entretenimiento a bordo que ofrecía lo suficiente como para matar el tiempo de medio viaje sumado a una buena selección de temas de Sting, indispensables para relajarme antes de irme a dormir.

Tras aterrizar cerca del mediodía en un nublado aeropuerto Charles De Gaulle, pasamos migraciones e ingresamos formalmente a la Eurozona, sellito en pasaporte de por medio. El desafío ahora consistía en trasladarnos al departamento que habíamos alquilado por Airbnb en el distrito 9, en taxi por supuesto. Con mi escueto francés y mi pulido lenguaje de señas pude averiguar el precio hacia nuestro destino. No voy a mentirles, era salado pero a su vez prorrateable a los cuatro viajeros presentes en el momento.

Bienvenidos a Paris
París... allá vamos

La cuadra de nuestro parisino hogar exhibía una arquitectura que rememoraba a aquella presente en las zonas porteñas de Recoleta, Retiro y alrededores. El departamento era amplio (después de todo debía albergar siete inquilinos), con tres habitaciones y un baño en el segundo piso y la sala de estar, la cocina, otra habitación y otro baño (sin lavamanos) en la planta inferior. Tras acomodar nuestras cosas y hacer la repartija de cuartos entre mi hermano y yo, el siguiente paso era esperar a que arribara mi mamá en su vuelo alemán.

Su entusiasmo por viajar con sus hijos era solo superado por el terror que tenía por enfrentar su escala en Frankfurt y perder la conexión a París. Desde ya que nada de ello ocurrió, es más, solita se tomó el tren en el aeropuerto, se bajó en la Gare du Nord y llegó lo más bien al departamento mientras mi hermano y yo aún la esperábamos con los brazos abiertos en dicha estación. Ahora, solo faltaba mi hermano menor y su novia quienes se incorporarían unas horas más tarde, con más escalas encima que valijas. Finalmente el grupo estaba completo y listo para explorar la famosa Ciudad Luz.

Barrio parisino
La arquitectura de nuestra calle Saulnier
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La primera mañana parisina nos encontró tomando fotos de cada elemento del paisaje: letreros del metro, fachadas de edificios, parques, iglesias y gendarmes armados hasta los dientes con sus boinas moradas patrullando las calles. Los puntos turísticos marcados en el mapa sobraban, pero el elegido para dar el puntapié inicial fue el museo D´Orsay (y vaya que fue una buena elección).

El museo se halla inmerso en una antigua y espaciosa estación ferroviaria decorada con un reloj hermosamente ornamentado que es la estrella del lugar, o al menos así parece hasta que uno se adentra en las salas que cobijan las numerosas obras de arte.

D´Orsay
D´Orsay por fuera
D´Orsay
D´Orsay por dentro

Uno de los recuerdos más importantes de mis viajes ocurrió tras ingresar a aquel museo y girar a la derecha en dirección a la sala de Van Gogh. Apenas me adentré en esa habitación con luz tenue, hubo una obra que me cautivó, no puedo explicar por qué, quizás por ser la primera obra de arte de renombre mundial que tenía enfrente durante mi primera visita a Europa: El dormitorio en Arlés.

Por unos segundos quedé perplejo, casi preso de un síndrome de Stendhal, alguna lágrima cayó y no dudé en sacarme cuanta foto pude con él con la emoción a flor de piel. Traigo a colación esta experiencia ya que nunca fui una persona que supo disfrutar o admirar el arte pictórico sino hasta ese momento en el que no hubo vuelta atrás. Aquel dormitorio de Van Gogh fue “mi” primera obra y guarda un cariño entrañable en mi corazón.

Trataba de disimular mi emoción mientras recorríamos las demás obras pero resultaba imposible contenerse ante la genialidad de Cézanne, Degas, Manet, Renoir, Monet, Gaugin y Caravaggio (este último presente en forma de exposición temporal). Tras un par de horas de deleite para nuestros ojos, nos reencontramos bajo el vistoso reloj, prestos para continuar nuestro recorrido cultural en dirección al Museo Rodin.

Reloj D´Orsay
El símbolo del museo
La habitación en Arles
Amor a primera vista...

Auguste Rodin sí que supo elegir donde vivir, una mansión (otrora hotel) circundada por preciosos jardines decorados con bronces y mármoles del autor nos abría sus puertas. Caminando sus pulidos pisos de madera presenciamos su prolífica obra, sus modelos en yeso, las manos, los besos, los bustos; no me entraba en la cabeza de dónde sacaba el tiempo para tanto trabajo que derrochaba virtuosismo en cada pieza.

Museo Rodin
La humilde morada de Rodin
Las manos
Las manos...
Beso
Los besos...

Ya estaba empachado con lo visto adentro y todavía faltaba el banquete de exteriores, una serie de mármoles y bronces tamaño industrial descansando en el estanque o reposando sobre la grama con el único propósito de resaltar la genialidad del francés.

Una de las piezas más impactantes (sin desmerecer al Pensador, primo hermano del apostado cerca del Congreso de Buenos Aires) era sin dudas La puerta del infierno, una especie de recopilación de varias obras fundidas entre sí, inspirada en antiguos escritos y que convergían con excelsa precisión.

Si nosotros estábamos maravillados, imagínense el festín que se estaba dando una escultora de profesión como mi mamá que, definitivamente, estaba en su salsa.

El Pensador de Rodin
El pensador
La puerta del infierno
La puerta del infierno
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Así y todo, lo mejor era que el día todavía tenía mucho más para ofrecernos, como por ejemplo, el inmenso y solemne mausoleo de Napoleón en el palacio de Des Invalides y, por supuesto, la infaltable torre Eiffel.

Debido a la amenaza latente del terrorismo, potenciada por la celebración de la Eurocopa de fútbol por aquellos días, los controles previos hasta el ingreso a la torre incluyeron cuatro requisas, el descarte de toda botellita con líquido y las mejores caras de pocos amigos que la policía podía ofrecer.

Ya sorteadas las inspecciones, tomamos el ascensor que nos depositó en el piso más alto del gigante de metal, con vistas de ensueño sobre la ciudad parisina: el Champ de Mars hacia un lado y un salto sobre el Sena hacia los Jardins du Trocadéro por el otro.

Me resultaba curioso que hace unos pocos años hubiéramos liquidado varios rollos de 36 fotos, la mitad de las cuales hubiesen salido borrosas. No obstante, para beneplácito del turista, las practicidad de las infinitas instantáneas digitales permitieron capturar sin problemas aquella bella urbe desde las alturas.

Paris
París desde arriba

Antes de subir, y luego corroborando al bajar, me pareció que la torre Eiffel era más bonita desde abajo, especialmente si uno se ubica en el centro de sus cuatro esquinas. En nuestro caso esa simétrica imagen estuvo adornada por una inmensa pelota de fútbol blanca y naranja en honor a la competición que allí se celebraba y de la cual resultaría campeón Portugal unas semanas más tarde.

Nuestro primer día de turismo por París culminó con unos característicos y onerosos waffles bañados en Nutella y otra ráfaga de fotos a la torre, esta vez, tomadas desde uno de los tantos puentes que atraviesan el río Sena.

Torre Eiffel desde abajo
La Torre Eiffel desde abajo
Torre Eiffel desde el Sena
La Torre Eiffel desde el Sena

Como bonus track, cabe mencionar que esa noche fuimos a cenar a un restaurante llamado Chez Leon en conmemoración del cumpleaños de mi hermano menor, ocurrido un par de días atrás.

Mi elección para aquella velada fue un tanto jugada: Bauf Gravelaz aux Herbes de Provence, o traducido, unas rodajas de carne cruda marinada en hierbas durante no sé cuántos días. Veredicto: exquisito y sin consecuencias intestinales.

Carne
¿Comerían un Bauf Gravelaz aux Herbes de Provence en su primera noche en Europa?

No te pierdas como sigue este viaje en el siguiente post Museso para (casi) todos los gustos

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