Gaudí a lo lejos y la Boquería de cerca
Antes de seguir adelante te recomiendo leer el post anterior Viaje y comida de primera
Como lo prometido es deuda, solo unas medialunas con café interrumpieron brevemente nuestro paso a través de la calle de La Marina en dirección a la playa de la Barceloneta.
Una vez allí desplegamos nuestras toallas en la arena y nos zambullimos oficialmente en el mar Mediterráneo, el cual pude incluir en mi lista personal de los 7 mares en los cuales me he bañado.
Amén de que me guste la playa, no soy muy fanático de pasar horas tirado al sol (sobre todo para proteger mi piel) y llega un punto en el que me puedo llegar a aburrir si no hay alguna actividad de por medio.
No obstante ello, sabíamos que había mucho por recorrer de la ciudad y tras una hora y monedas chapoteando, levantamos campamento al tiempo que llegaban las catalanas en busca de su topless matutino.
Luego de un fugaz paso por el hotel para una necesaria muda de ropa, emprendimos viaje hacia la ondulada e inconfundible fachada de la Casa Milà. Esta hermosa creación de Antoni Gaudí bien podría ser una extensión del mar que baña las costas de sur español.
Si bien me hubiera gustado conocerla por dentro, el costo de la entrada me pareció exorbitante y desmedido, por lo que me rehúse a lo que yo consideré en aquel momento una estafa. Sin embargo, como el gift shop era de entrada libre y gratuita, aproveché para llevarle unos lápices a mi mamá.
Doblando en una esquina nos subimos al transitadísimo Paseo de la Gracia cuyas vidrieras comerciales son el anzuelo perfecto para el turista desprevenido y de billetera generosa.
El calor imperante y la muchedumbre resultaban un poco atosigantes y, entre sombra y sombra, llegamos a otra de las icónicas obras del fenómeno Gaudí: la Casa Batlló.
Como les mencioné anteriormente, nuestro frenesí turista se encontraba temporalmente aplacado por lo que apenas nos limitamos a tomar unas fotos desde la vereda de enfrente.
Más allá de los hitos turísticos que desfilaban ante nosotros, en ese momento nos resultaba mucho más atractivo el mero pasear por las callecitas barcelonesas, recorrer sus vericuetos, admirar sus placitas y perdernos en sus sabores.
Tal era así que el almuerzo nos encontró en un restaurant de tapas llamado Centric ubicado en una pintoresca intersección de calles empedradas y edificios antiguones.
El lugar era el reducto ideal para despegarse unos instantes del ajetreo laboral y compartir unas tapas con caña (con moderación) acompañadas por charlas tan intrascendentes como necesarias con los colegas.
Mientras presenciábamos aquel ritual social español que parecía ser una cuestión ya religiosa, el camarero nos ubicaba como podía en una diminuta mesita de hierro. Nuestra selección para aquel mediodía tomó la forma de bocata de calamares, tartar verde y papas bravas.
La verdad es que daban ganas de ordenar todo el menú y pedir la extremaunción, pero el show debía continuar y a unas pocas cuadras nos esperaba un indudable espectáculo: el mercado de la Boquería.
Si hace unos momentos quería probar toda la carta del restaurante, el mercado de la Boquería me llevó a plantearme la factibilidad de dejar mi Buenos Aires querido y mudarme definitivamente a Barcelona.
El mercado era un auténtico festival para los sentidos y lo demostraba con las infinitas variedades de aceitunas, la pastelería tamaño XL, las coloridas frutas, los pescados, crustáceos y moluscos más frescos que uno pudiera encontrar, el preciosísimo azafrán, los quesos retroactivos a Holanda, el dulce mazapán y, como broche de oro, las verdaderas joyas de la corona: los jamones y embutidos.
Imagínense vivir ahí y tener a disposición tamaña oferta de productos de primerísima calidad; sé de un amigo que daría un riñón y tres pulmones por un piso en La Rambla con balcón a la calle y vista a los toldos del celebérrimo mercado.
Poco más y mi novia me saca de allí con la Guardia Civil. Por suerte, para ella, no hizo falta y un poco a regañadientes me reincorporé a nuestro paseo.
Nuestro apaciguado andar nos llevó por la gótica fachada de la Basílica de Santa María del Pi, luego por el Ayuntamiento de Barcelona (más catalán que español) y tuvo como destino final la imponente Catedral de Barcelona a la cual no ingresamos por 2 motivos: cobraban entrada y le exigían a mi novia que se cubriese los hombros.
Voy a ahorrarme mis apreciaciones sobre este tipo de normativas para no herir susceptibilidades y que impidieron que nosotros (y vaya a saber cuántos más) podamos conocer por dentro una arquitectura que estoy seguro nos hubiera dejado boquiabiertos.
Por otro lado, tanta caminata y calor nos daban la pauta de que era hora de regresar al hotel y cerrar otro hermoso día de turismo que cerró de la mejor manera con la remontada de Federer ante Cilic por los cuartos de final de Wimbledon.
No sé ustedes pero yo soy de los que disfruta mucho dormir en hoteles, desayunar allí e incluso pasar un rato viendo en la tele los canales locales para ver de qué van.
No obstante, demás está decir que todo esto resulta secundario ante la posibilidad de recorrer a fondo la ciudad o pueblo en donde me encuentre, no vayan a creer…
No te pierdas como sigue este viaje en el siguiente post Barcelona de punta a punta
Tengo unas ganas bárbaras de conocer esta city =D Después del post me pregunto: 1) cuáles son los 7 mares en los que estuviste? 2) Cuánto salía la entrada a la casa Milá? 3) Si me voy a pedir unas tapas, si o si que alguna sea ¿de?… 4) No es pregunta pero que bajón lo de la Catedral
1) Pacífico, Mediterráneo, Atlántico y Caribe. Me faltan el Índico, el Ártico y el Antártico. Es muy subjetivo 😛
2) Si mal no recuerdo estaba cerca de 20 euros. Re ratón el pibe…
3) De TODO. Pidas lo que pidas no podés equivocarte
4) Allá ellos.
jaja gracias por las respuestas bro!
😀 😀 😀