Hofbräuhaus, una experiencia de aquellas
Antes de seguir adelante te recomiendo leer el post anterior Plena jornada muniqués
Si bien nuestro plan nocturno tenía su sede a escasos metros de donde habíamos estado toda la mañana y parte de la tarde, un descanso para los pies era imprescindible. Aquel recreo casero para las piernas vino acompañado por unos sándwiches gasoleros hechos con fiambre y pan lactal que hicieron las veces de almuerzo y merienda.
Por otro lado, aprovechamos nuestro paso por el departamento para darnos un baño, comunicarnos con nuestras familias y hasta recostarnos unos minutos para recargar las baterías.
Mientras descansábamos, mi hermano mayor, poseedor del chip todopoderoso del celular, se contactó con mis amigos para reencontrarnos a la noche en un bar. Pero no cualquier bar…
A la hora indicada levantamos campamento y comenzamos el traslado de nuestras humanidades hacia destino. El trayecto nos tenía deparados algunos detalles que no te cuentan las guías de turismo y que le agregaron más color a nuestra experiencia muniqués.
Entre estas pequeñas sorpresas destacaron una hermosa fuente que vertía el agua sobre si misma de una manera casi hipnótica. Otra fueron las paredes de un edificio hechas de forma poligonal como si de un render a medio camino táctil y real se tratara.
Sin embargo, hubo algo que se llevó todos los premios. En la Promenadeplatz (algo así como la “la plaza para caminar”) divisamos un monumento repleto de ofrendas y fotografías. Al acercarnos, descubrimos que todo el material allí dispuesto cual tributo estaba relacionado ni más ni menos que con Michael Jackson.
Lo loco de todo esto es que la estatua sobre la que se había establecido ese lugar de culto no tenía nada que ver con el rey del pop. Aquella representación de bronce estaba dedicada a Orlando di Lasso, un músico muy influyente del siglo XVI nacido en lo que hoy sería Bélgica y fallecido en Múnich.
Al parecer, los seguidores del ícono del pop eligieron esta estatua como depositante de su fanatismo ya que, según dicen, se encuentra cerca del hotel Bayerischer Hof donde solía hospedarse al llegar a la ciudad. Sea como sea, este santuario de flores, imágenes, discos, velas y mensajes nos resultó bastante particular y llamativo.
Tras caminar unas pocas cuadras más con el sol en plano descendente, llegamos a la mítica y emblemática cervecería Hofbräuhaus am Platzl. Fundada en el siglo XVI para abastecer a la familia Wittelsbach por orden del Duque Guillermo V de Baviera, este lugar es el arquetipo de cervecería.
A poco de entrar, la omnipresente madera formando parte del mobiliario, revistiendo paredes o adornando los salones comenzó a retrotraerme algunas centurias en el tiempo. Los frescos en los techos y las luminarias rodeadas de hierro y vidrio eran un espectáculo de por sí.
La vorágine de meseros yendo y viniendo con los brazos repletos de platos y jarras era equilibradamente caótica. Por otro lado, el bullicio de los comensales batallando con las melodías típicas desgranadas por los músicos ataviados en vestimentas a tono, solo conseguían reforzar mi viaje interior.
Mientras yo navegaba en mi DeLorean mental, el mâitre nos llevó hacia nuestra mesa esquivando camareros que no paraban de repartir jarras de cerveza. Como toda cervecería tradicional que se precie, las mesas eran largos tablones compartidos donde la renovación de colegas comensales era constante.
Una vez estuvimos sentados, nos contactamos con mis amigos para avisarles que ya estábamos adentro. Yo no sé si esa noche en particular la cantidad de clientes superó algún límite pero los meseros parecían frenéticos tratando de atajar penales por todos lados.
De hecho, nuestras señas para que nos atendieran solo fueron correspondidas por mirada fulminante. Una mirada que inequívocamente nos decía: “Ya te vi flaco, no me rompas las pelotas que cuando pueda te atiendo”. Eso pero en alemán…
Luego de pispear el pintoresco menú, que por suerte tenía su versión en inglés, decidimos arrancar la velada con unas jarritas de cerveza, negra en mi caso. Esperando a que se acercaran voluntariamente para atendernos, vi como uno de los meseros llegaba hasta el límite de contestarle de mala manera a un cliente ante su insistente llamado por servicio.
Advertido por esta conducta, deduje que nuestro pedido iba a tener que ser rápido y sin titubeos. Por lo tanto les dije a mis hermanos que, para evitar un momento incómodo, me dejaran a mí hacer el pedido de los tres.
Cuando finalmente se acercó el mesero a nuestra mesa ni siquiera atinó a decirnos “buenas noches” o preguntarnos qué queríamos. Nada de eso. Solo se paró con su libretita y su birome presto para recibir nuestra orden sin mediar palabra. Enseguida tomé la posta y le indiqué las tres cervezas elegidas.
Hasta el momento mi plan venía funcionado a la perfección pero, mientras anotaba la comanda, a mi hermano mayor se le ocurrió preguntarme: “¿Pero vos no querías una cerveza de trigo?”.
Seguramente el camarero no entendía una palabra de castellano, pero era un experto detectando dudas en un pedido. Y sin ningún pudor lo manifestó con unos ademanes que claramente nos decían: “No tengo todo el día, decidite flaco!!”. Eso pero con gestos en alemán…
Inmediatamente miré a mi hermano con los ojos abiertos cual lechuza exclamándole mentalmente “Pero qué estás haciendo?! Nos va a mandar al carajo!!”. No obstante, sin perder la compostura y buscando gambetear la situación, miré fijamente al camarero y le reiteré el pedido a lo que se retiró conforme y sin consecuencias fatales. En cierta forma me recordaba a aquel personaje de Seinfeld que vendía sopa…
Ya con nuestras cervezas en mano brindé con mis hermanos y continuamos charlando sin dejar de asombrarnos por la característica decoración bávara del ambiente. Entre trago y trago cayeron mis amigos y nos dimos otro de esos abrazos de gol que tan bien le hacen al alma.
Una vez sentados los cinco a la mesa, escudriñamos el interesante menú que no paraba de hacernos salivar con sus delicias. Con la invaluable ayuda de mi amigo de ascendencia alemana y sus profundos conocimientos de la cocina germana, fuimos cerniendo las opciones hasta llegar a nuestra selección final.
Ya conocedores de los tiempos de atención en Hofbräuhaus, nos dejamos llevar por la conversación que nos transportó por senderos tan coloridos como la historia de la cerveza, las propiedades superiores de la carne de cerdo o el semblante de luz tenue rodeando la zona de hospedaje de mis amigos.
¡Qué rápido pasa el tiempo cuando uno se divierte! Me dio la sensación de que transcurrieron solo 10 segundos hasta que de repente tuvimos nuevamente al mismo camarero clavado al lado de la mesa aguardando instrucciones. Ya experimentado en el arte de realizar un pedido a nuestro amigo mesero, decidí tomar la iniciativa una vez más.
Como tenía en mi mente los pedidos de mis hermanos y de mis amigos, arranqué por soltarlos primero, no vaya a ser que me olvide y tengamos un disgusto. Además, dejé mi elección para el final ya que su nombre era bastante complicado y, en vez de tratar de pronunciarlo y que entendiera cualquier cosa, decidí señalárselo con mi mano en el menú.
Como la vez anterior, la estrategia venía funcionando a la perfección, los demás pedidos estaban hechos y solo faltaba el mío. Ya confiado, llegó el turno de mi plato a lo que agarré el menú que tenía frente a mí y, para mi sorpresa… ¡¡Estaba en alemán!!
Como muchos sabrán, para quien no habla el idioma las palabras pueden parecerse más a un laberinto que a otra cosa. Al ver todo ese rejunte de letras y diéresis me descoloqué y se me nubló el juico. En esos breves instantes pude sentir el hastío del camarero desintegrándome con la vista mientras yo trataba de localizar el menú en inglés por la mesa.
Como cada segundo transcurrido se asemejaba a una campanada del apocalipsis, me vi forzado a reaccionar instintivamente. Por ende, sin pensarlo señalé cualquier cosa en el menú esperando que se asemejara a lo que quería pero con la certeza de que iba a estar riquísimo.
Durante el tiempo que le llevó al camarero anotar el pedido en su libretita jamás me quitó la mirada de encima. Seguramente por dentro pensaba “¿Tan difícil era pedir eso? Un segundo más y te escupía el plato”. Todo eso pero en alemán…
Por supuesto que cuando trajo el pedido a la mesa todos tenían lo que querían frente a sí menos yo. De cualquier forma, tal como sospechaba de antemano, esas salchichas con papas estaban para chuparse los dedos. Además, no faltó el inexorable impulso de picar un poco de cada plato.
Como cierre gastronómico, pedimos un Apfelstrudel con helado de crema y salsa de frambuesas que entró en la categoría de orgasmo culinario. Tan bueno estaba que desde aquel día, el strudel forma parte del top ten de postres de mi hermano menor.
Conforme pasaban las horas, la clientela se disipaba y el barullo reverberante ya no era tal. Sepan que la cantidad de comensales era inversamente proporcional al buen humor de los empleados.
De hecho, cuando había más sillas vacías que personas, pedimos la cuenta y el camarero, que ya era un amigo, vino enseguida y nos cobró. Hasta se dio gusto de tirarnos un chiste que ahora no recuerdo.
Por como lo cuento podría parecer que el “destrato” de los meseros fue una experiencia desagradable, pero nada más alejado de la realidad. Lo tomé como un elemento que le agregó más color a una experiencia auténticamente alemana.
Antes de salir, nos tomamos el tiempo para recorrer el lugar en cuyos pasillos y salones reside una porción interesantísima de historia. Sin ir más lejos, en un sector que se encuentra vedado al público se realizaron las primeras reuniones del NSDAP que sentarían las bases y principios del futuro partido nazi.
La cervecería es tan grande que solo pudimos tener un pantallazo de toda su magnitud. Mientras recorríamos uno de los tantos salones, vimos una reunión privada que era animada por una guitarrista, un violinista, un arpista y un acordeonista.
Un show tan íntimo que parecía no haber sido planificado, como si cada uno se hubiera puesto a tocar los instrumentos a disposición.
Antes de cruzar la puerta, observamos una particularidad más de entre las tantas de Hofbräuhaus. En una especie de jaula metálica con forma de gradilla colgaban decenas sino cientos de jarras cada una resguardada con su respectivo candado.
Según me comentara mi amigo, esas jarras pertenecen a clientes históricos del lugar y solo tomaban su cerveza en sus jarras personales
Por si ello fuera poco, su asiduidad les ha conferido el privilegio de tener una mesa asignada en la cervecería. Es más, si yo estuviera a punto de dar el primer sorbo a mi cerveza y ese cliente cayera al lugar, me vería obligado a abandonar mi silla y buscarme otro sitio para degustar tal elixir. En fin, tradición por donde se lo mire.
Realmente creo que soy muy afortunado, no solo por haber tenido la posibilidad de conocer tan hermoso lugar, sino por haberlo hecho acompañado por mis hermanos de sangre y del corazón. Aquel fue sin duda uno de esos momentos que no se borran jamás, un encuentro inolvidable, un recuerdo para toda la vida.
No te pierdas como sigue este viaje en el siguiente post 2×1 en museos
Qué linda noche!!! (a pesar del camarero, jaajaa)
Dan ganas de ir ya!!!
Jajaja Hermosa noche! (con camarero y todo)