Viaje y comida de primera
Antes de seguir adelante te recomiendo leer el post anterior Un reencuentro y una pizca de Toledo
Al momento de comprar nuestros pasajes de tren a través de la página de Renfe partiendo desde Madrid con destino a Barcelona, nos pareció una buena idea optar por el tren de alta velocidad “AVE”. Una opción, que con sus casi 3 horas de viaje, le ganaba por goleada a los demás servicios que lo duplicaban en duración.
Ahora bien, durante el proceso de compra me costaba entender por qué se anunciaba tan caro el pasaje. Por un lado, es verdad que estábamos en temporada alta, que era el AVE, que el horario podía ser de los más solicitados, pero aun así me seguía pareciendo demasiado salado.
De todas formas, necesitaba sacar los pasajes en ese horario y, con mis opciones bastante acotadas, no tuve más remedio que gatillar, tarjeta de por medio, los onerosos tickets.
Fue así que meses después, mientras aguardábamos en el andén de Atocha, llegó nuestro ferroviario traslado a Barcelona. Nos subimos con nuestras valijas y nos despedimos de Madrid (para entonces ya me había olvidado lo que nos habían costado los pasajes).
Una vez arriba, buscamos nuestros asientos (ventana para mí) y observamos que en el vagón escaseaban los pasajeros. El horario de partida se acercaba y solo estábamos acompañados por un señor que inmediatamente se recostó para dormir y por otro que no perdió un segundo en abrir su computadora para ponerse a trabajar. Como era previsto, el reloj marcó las 10:30 y el tren arrancó su marcha cargado con lo poco que había.
Debo reconocer que los asientos eran por demás cómodos. Nunca me había subido a un tren en España por lo que asumí que tal confort era consecuencia del alto nivel de vida al cual Europa nos venía mal acostumbrando.
Mientras contemplaba por la ventana el paisaje, miraba de reojo una pantallita ubicada al final del vagón que mostraba la ya conocida elevada temperatura y la velocidad segundo a segundo. Primero 250km… luego 280… 300… 305… 300 y luego, siendo que empezó a oscilar en esos últimos valores, perdió mi interés.
Asimismo, era la primera vez que se me tapaban los oídos al entrar en un túnel como consecuencia del rampante andar del ferrocarril.
En otro orden de cosas, la película proyectada durante el viaje captaba mi atención de a ratos sin mayor éxito. Era difícil prestarle atención a un monitor ubicado un par de asientos más adelante y cuyo audio se perdía bastante en el ambiente.
Ya cerca del mediodía, noté algo de movimiento en la zona de conexión de los vagones a lo que estiré el cogote para descubrir que se trataba del carrito de la comida aproximándose.
Le pregunté a mi novia si quería algo, pero dado que teníamos programado llegar cerca del mediodía a Barcelona, preferimos no gastar innecesariamente nuestros euros en esos snacks que, seguramente, salían un ojo de la cara.
Cuando el carrito pasó por al lado nuestro se detuvo y, antes de que pudiera decirle “no gracias”, la tripulante nos sirvió un par de sándwiches, una gaseosa y un café a cada uno. La miré entre atónito y desconfiado, pero ella no hizo más que sonreír y continuar con su recorrido por el pasillo.
Tres segundos después me cayó la ficha. POR ESO ERA TAN CARO EL PASAJE ¡Estábamos viajando en primera clase! Como la molestia por tener que pagar tanto por unos pasajes había quedado retenida en el pasado, el presente se deshacía por ser aprovechado. Podría describir la sensación como una grata sorpresa que encima se presenta en forma de comida. Algo verdaderamente difícil de superar.
Sepan que disfruté sobremanera ese pseudo almuerzo que no era nada glorioso pero cuya inesperada irrupción me pusieron de buenas. Y qué decirles cuando unos minutos más tarde pasó la misma azafata con una canasta llena de chocolatitos, también “gratis”.
Sin ningún pudor hundí mi mano en el recipiente para agarrar los más que pudiera e insté a mi novia a hacer lo mismo. No obstante, su vergüenza pudo más y se contentó con un mezquino par de bombones.
Sinceramente dudo que vuelva a reservar la primera clase de algún transporte en el futuro pero no me arrepiento un ápice de haberlo hecho por accidente en aquella ocasión.
En fin, a eso de la 1 y media de la tarde llegamos a la estación Sants desde la que caminamos un par de cuadras hacia la estación de metro Plaça de Sants, de la colorada línea L1, la cual en un santiamén nos arrojó definitivamente en la estación Arc de Triomf ubicada a unas escasas 4 cuadras de nuestro hotel.
El hospedaje para esta travesía catalana fue proporcionado nuevamente por el semi azaroso sistema de la página Hotwire (el mismo que usamos para Bruselas) y una vez más no nos defraudó.
El Ilunion Auditori era un hotel 3 estrellas de diseño moderno emplazado en una esquina (porque en Barcelona regresaron las manzanas en cuadrícula) que se amoldaba perfectamente con nuestras necesidades y pretensiones.
Yo no sé si fue el aire de mar o qué pero, ni bien dejamos las valijas, nos asaltaron unas tremendas ganas de ir a comer, amén del tentempié ferroviario. Hicimos un par de cuadras y dimos con Agarimo, un restaurante especializado en cocina gallega y con una amabilísima atención.
Quizás por ser día de semana y en horario laboral, el restaurante estaba poblado únicamente por esos típicos fieles comensales capaces de trenzarse por horas en conversaciones triviales con los camareros que bien podrían pasar por amigos.
Derrochando aspecto de turistas, cruzamos el salón en silencio hacía las escaleras para subir al segundo piso donde nos acomodamos. El mozo, tan amable pero algo más recatado que el de La Mallorquina de Madrid, nos explicó cada plato del menú con nombre extraño. Incluso se animó a recomendarnos una selección culinaria a la cual accedimos confiando en su buen saber y experiencia.
El plan de vuelo fue algo más o menos así: Fideuá-Boquerones fritos-Tarta de Santiago; como era de esperar, cada uno más rico que el anterior.
La Tarta de Santiago merece una mención aparte ya que, al momento de servirla, el mozo nos comentó que era costumbre acompañarla con un vino rosado y que, si nos animábamos, gustoso nos lo traía ¡¡¡Pero anda a buscar el vino nomás che!!!
Cuando llegó con la botella en la mano, le acercamos nuestros vasos a lo que nos paró en seco y nos explicó que el vino iba sobre la tarta.
Como quien domina su arte, tomó un tenedor y realizó varias incisiones en la superficie de la tarta para luego vertir el rosé sobre el azúcar impalpable que cubría el manjar.
Los cortes previos permitieron una mejor absorción del vino el cual, luego de unos segundos, quedó embebido en la masa de almendras, azúcar, huevo y manteca que daban vida a tan tradicional postre.
No es casualidad que en España se coma tan bien. Los platos tradicionales de cada región, los ingredientes de primera y ese toque especial que le da este tipo de rituales permiten que cada bocado sea una amalgamada celebración culinaria y cultural.
Pipones como nunca, tuvimos que hacer un poco de esfuerzo para levantarnos y recorrer un poco la ciudad. Dada su cercanía, comenzamos por el Arc de Triomf que, con su característico color ladrillo, nos ofició como punto de partida para atravesar el espacio contenido por el Passeig Lluís Companys, una especie de paseo flanqueado por palmeras y unas hermosas luminarias delicadamente ornamentadas.
Unos metros más adelante, nos sumergimos en el precioso Parque de la Ciudadela a fin de emprender una caminata lo suficientemente larga como para bajar el almuerzo. Entre sendero y sendero, fuimos a dar con una recreación en tamaño real de un mamut que parecía sonreír para la foto sin un atisbo de molestia ante el público circundante.
Al girar la vista hacia mi izquierda entendí el porqué de la actitud risueña del mamut: estaba feliz por ser testigo eterno y privilegiado de la Cascada Monumental, una caída de agua inmersa de manera perfecta en una obra arquitectónica protagonizada por variedad de personajes mitológicos y custodiada en su cúspide por la cuadriga de Aurora.
El monumento presenta además una fuente de un par de niveles y unas escaleras de piedra que permiten adentrarse de manera más íntima en tan maravillosa obra.
Como última parada del día fuimos hasta la costanera para ver por primera vez en nuestras vidas el inmenso mar Mediterráneo. Como no teníamos nuestros trajes de baño a mano, nos quedamos con las ganas de bañarnos en sus aguas… pero no por mucho tiempo.
No te pierdas como sigue este viaje en el siguiente post Gaudí a lo lejos y la Boquería de cerca