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Volcán, selva y relax
Antes de seguir adelante te recomiendo leer el post anterior Caribe en modo Pura Vida
Luego de nuestro primer contacto playero con el Atlántico, la zona central de Costa Rica, tan selvática y volcánica, sonaba demasiado tentadora como para dejarla pasar y hacia allí partimos. Sin embargo y para nuestro pesar, la conexión con San José era inevitable.
Esa ciudad nos ponía nerviosos con sus esquinas anónimas, transeúntes no muy duchos a la hora de dar indicaciones y taxistas que se nos abalanzaban insistentemente para conseguir un viaje, sumado a un amigo que se había insolado y parecía un caramelo “Palito de la selva”. Nuestro objetivo era claro: salir lo más pronto de allí.
Era el mediodía y picaba el bagre por lo que tuvimos que parar a comer algo al paso en una especie de confitería. Mientras tanto, los mismos taxistas que nos habían pisado los talones buscando un pasaje minutos atrás, ahora nos esperaban afuera vigilándonos atentamente por si nos escapábamos.
Superada nuevamente la capital, llegamos a La Fortuna, una ciudad ubicada al pie del volcán Arenal, aquel que, cuando las nubes lo permiten, asoma su cúspide. Dicen que dependiendo de la época del año, es posible ver algunas emisiones ígneas del cráter las cuales montan un espectáculo nocturno digno de ver.
Esta vez el alojamiento no resultó una dificultad, más aun, conseguimos un cuarto para los cuatro con baño privado, todo un lujo a esta altura. Entre los folletos del hostel aparecían varias actividades, entre ellas un rafting en el río Sarapiquí que reservamos en el momento. Como era época de lluvias, los ríos ticos bajaban caudalosos haciendo que el nivel de dificultad fuera de 3 con tramos de 4. Nada que un grupo de principiantes no pudiera encarar.
El convoy lo conformábamos dos botes, uno de los cuales era ocupado por nosotros más el guía en la popa, que nos daba indicaciones a diestra y siniestra. Además, dos kayakistas nos escoltaban capturando cada momento con sus cámaras para luego usufructuarlos por un módico precio.
En un tramo del recorrido, los rápidos se plancharon y lo aprovechamos como zona de descanso. Encallamos los botes en una costa barrosa, repleta de árboles y raíces que contrastaban con un puente metálico de importante calibre que cruzaba el río. No más de media hora habremos estado allí, en la que nos ofrecieron sandía junto con una verdadera delicia: ananá con sal.
Con la adrenalina todavía fluyendo, decidí sentarme en una roca y bajar un cambio. Mientras respiraba ese aire puro que sólo se encuentra en la selva, pude observar que uno de los integrantes del otro bote era un señor de unos 60 años con dos inmensas cicatrices en ambas rodillas. Recuerdo haber pensado: “Qué ganas de venir al medio de la selva a esa edad y con las rodillas en ese estado, pudiendo quedarse en su casa más tranquilo”.
Pero claro, uno de los guías después me haría entender, con su optimismo tico, el respeto que sentía por una persona que a pesar de todo, todavía tenía ganas de animarse y sentir la aventura de primera mano. Concluida la parada técnica, volvimos a los botes y retomamos donde habíamos dejado para continuar con la travesía. Pocas veces en mi vida me divertí tanto, remando contra la corriente, a punto de caerme del bote y con la adrenalina a flor de piel. Como me dijo un amigo después: “Tenías la sonrisa tatuada”.
La noche de La Fortuna tenía más para ofrecer que nuestras postas anteriores: una placita central donde se reunía la juventud, restaurantes y hasta un boliche al cual le dimos una oportunidad que transcurrió sin pena ni gloria. La comida seguía siendo excelente. Esa primera noche degusté un ceviche y una corvineta junto con un trago muy colorido y adornado con una estrella hecha con pepino.
No conformes con haber surcado los rápidos del Sarapiquí, al día siguiente probamos con el canoping en un complejo hotelero de lujo cuya promoción incluía la libre utilización de sus instalaciones.
Deslizarse entre las copas de los árboles, ir de una plataforma a otra colgado a más de 20 metros de altura, a veces de cabeza, fue una experiencia hermosa. Y qué si les cuento que, mientras esperaba mi turno para lanzarme en uno de los tramos, noté en la corteza del árbol una hormiga del tamaño de mi pulgar.
El guía nos dijo que era la hormiga bala y que su nombre se debía a que su mordedura dolía como tal con el agregado de que podía dejarte de cama un par de días. Tomando una distancia prudente, respetuosamente tomé una fotografía de mí, ahora, amiga la hormiga y me lancé a la siguiente posta.
Finalizada la tiro lesa arbórea, nos avocamos a disfrutar las instalaciones del hotel, que incluía piletas termales, toboganes de agua y un barcito en medio de la piscina. Como quien no quiere la cosa, dos de mis amigos disfrutaron de un whisky de etiqueta negra mientras que el otro pidió un Bloody Mary, todos tirados en las reposeras sin el menor atisbo de preocupaciones en el horizonte. El relax no podía ser mayor.
Más descontracturados que nunca y con ganas de seguir conociendo el país, tomamos nuestros bolsos y enfilamos hacia el sur, surcando el lago Arenal vigilado por el volcán homónimo, en dirección a la selvática y fresca Monteverde.
Allí nos esperaba un pueblo muy pacífico rodeado de árboles y conocido como “el bosque nuboso”. Tras acomodarnos en nuestra habitación, y advertidos sobre el papel estelar que tenía el café en Costa Rica, contratamos un tour a un cafetal.
Junto con nuestro guía Carlos, caminamos a través de la selva aprendiendo sobre flora y fauna, visitamos un jardín de colibríes, nos colgamos de lianas, cruzamos un arroyo (patinazo de por medio) y hasta trepamos por el interior de un ficus estrangulador (un árbol que germina en la copa de otro y que envuelve a su anfitrión cuando sus raíces llegan al suelo, dejando una especie de tronco hueco).
Poco antes de arribar al cafetal, llegamos a un claro con una cabañita donde Carlos nos agasajó con unas cervezas, quesos y el mango cortado en cubitos más rico que pudiera haber probado. Como todos los costarricenses que nos habíamos cruzado, Carlos era amable y por demás agradable.
Charlaba con nosotros sobre diversos temas, desde rock nacional hasta los primeros asentamientos cuáqueros en esas prístinas tierras. Créanme que el día podría haber concluido ahí de manera inmejorable, pero todavía restaba recorrer el hermoso proceso del café: la cosecha del grano, su tueste, sus variantes y su envasado, todo coronado por una degustación final acompañada con arepas. Otro día perfecto.
Hasta ese momento era tanto lo que habíamos experimentado que parecía haber transcurrido un mes desde nuestra llegada, pero el viaje ni siquiera había alcanzado su mitad. Es más, al otro día nos aguardaba una de las actividades más promocionadas de Monteverde: el Skywalk, una serie de pasarelas inmiscuidas entre las copas de los árboles con vistas panorámicas de primera. Como era de esperar, resultó una de las atracciones más concurridas por los turistas y, si bien fue un lindo paseo, mis expectativas anticipaban algo más excitante de lo que finalmente terminó siendo.
Siguiendo con nuestro sello itinerante, un viaje de más de 6 horas en bus nos conectó con nuestro siguiente destino: el Parque Nacional Rincón de la Vieja. Ubicado en el noroeste del país, Rincón de la Vieja se caracteriza por sus pailas humeantes, unas termas de barro por el que brotan burbujas hirvientes.
El día lo dedicamos a recorrer el parque montados en caballos a tranco tranquilo, parando solo para unas fotos, almorzar unos sándwiches y concluir bañándonos en unas termas naturales (de agua, no de barro) que nos impregnaron un olor a azufre salido del mismísimo infierno.
Nuestro hospedaje allí fue el hermoso Rinconcito Lodge, ubicado en una serranía inundada de paz que contrastaba con las alarmantes noticias de tsunami que llegaban desde Japón. El establecimiento tenía una vista increíble y era atendido por El Tío quien oficiaba también de cocinero, siendo el arroz con leche una de sus especialidades.
La única noche que nos hospedamos allí, mientras compartíamos un guaro Cacique en la sobremesa con El Tío, nos contó que hace unos años su hijo había fallecido y que aprendió a ser feliz más allá de la adversidad; nos decía que tenía como regla despertarse todos los días con el pie derecho y agradecido de la vida. Era una persona con un optimismo contagioso y, aun habiendo vivido una situación tan terrible, era feliz y se le notaba.
Esa actitud positiva que generosamente nos regaló El Tío fue la mejor forma de decir adiós (o quizás hasta luego) a La Fortuna, Monteverde y Rincón de la Vieja que con su derroche de naturaleza, paisajes y aventura quedaron marcados en el corazón de quien les escribe y sus amigos.
No te pierdas como sigue este viaje en el siguiente post Y un día, conocí el Pacífico
Qué paisajes fantásticos!!!
Naturaleza en estado puro!