Dos palacios, un santuario y un secreto
Antes de seguir adelante te recomiendo leer el post anterior Primera tarde en Seúl
La segunda noche, el jet lag me hizo un guiño y me dejó dormir un par de horitas más. No obstante, tras dar vueltas en la cama y con el aval de mi novia, prendí el televisor para tratar de distraerme un poco. A pesar de todo, pasadas las 7 de la mañana ya era evidente que íbamos a tener que levantarnos a causa de nuestro sueño trastocado.
Como el pequeño habitáculo para el desayuno estaba ocupado por otra pareja de trasnochados, fuimos a desayunar a uno de los incontables cafés de cadenas internacionales que pululaban por nuestro barrio. Nuevamente, sentimos esa hermosa sensación de creernos los únicos turistas en la ciudad al observar la rutina mañanera de los habitantes de Seúl.
El día, totalmente nublado, nos deparaba otra recorrida palaciega y arrancamos por Jongmyo que es, en realidad, un santuario real confucionista. Dado que todavía era muy temprano y el primer tour en inglés comenzaba en una hora y media, nos adosamos a un grupo de turistas para realizar el recorrido en japonés.
No vayan a creer que domino la lengua nipona, nada más lejos de la realidad. Pero la verdad es que teníamos más apetito por observar las estructuras del santuario que por conocer a fondo su historia… y no teníamos ganas de esperar.
Si bien los atributos arquitectónicos del santuario se asimilaban a los vistos el día anterior en Deoksugung, era el silencio lo que marcaba la impronta del lugar. El patio empedrado central frente a las puertas del edificio principal estaba cargado de una solemnidad propia del propósito con el cual dicho pacífico escenario fue erigido.
Actualmente, este Patrimonio de la Humanidad, funciona como espacio para la celebración de ritos ancestrales acompañados por música y danza tradicionales.
Tras aquel baño de paz matutino, seguimos camino hacia el contiguo palacio de Changdeokgung, otra hermosa demostración de edificaciones reales y, como era de esperar, de características parecidas al del día anterior.
En la sala del trono pudimos apreciar una vez más el hermoso Irworobongdo pero en una versión que incluía un par de cascadas fluyendo desde los montes hacia el mar embravecido.
Afortunadamente, pudimos recorrer Changdeokgung con un tour en inglés que nos agregó algunos detalles sobre la cultura coreana, la ingeniería detrás de los palacios y el constante hostigamiento del pueblo japonés que incluyó el incendio de gran parte de la ciudad.
Sin embargo, lo más atractivo de aquel predio se encontraba unos pocos metros al norte a través de un camino flanqueado por unas murallas tejadas. Tras subir aquel pasaje nos encontramos con la joya del lugar: el Secret Garden.
Si bien es el jardín trasero del palacio real, este espacio merece una mención aparte por la sutileza y armonía con que fue diseñado. Es como si la naturaleza hubiera guiado cada bloque, cada columna, cada glorieta.
Un amplio estanque con una isla interior en la que un árbol encontró su último resquicio de supervivencia, domina el centro de la escena. Mientras tanto, unas casitas de verdes tejas lo acompañan sin invadirlo, como respetando su protagonismo.
Un poco más allá, unos canales fluyen sin apuro ante un par de glorietas reposando sobre sus márgenes que parecerían ser el lugar ideal para sentarse a leer un libro bajo la eterna custodia de los árboles.
Si el santuario Jongmyo me pareció pacífico, el Secret Garden, sumado a la perfecta concordancia entre los elementos humanos y naturales, lo era aún más. Siendo pleno invierno, todos los árboles estaban pelados por lo que me imagino que en primavera y otoño la explosión de colores debe ser una experiencia extrasensorial.
Deleitados como nunca en nuestra corta visita coreana, salimos de aquel lugar extasiados por tanta belleza. Para bajar un poquito a la realidad, fuimos a almorzar a un boliche cercano en el que me pedí otro de los platos característicos y más conocidos de la cocina local: el bulgogi.
A diferencia de la picante experiencia de la noche anterior, esta carne de ternera marinada cortada en trocitos resultó mucho más amigable y disfrutable para mi paladar.
No obstante, el bulgogi quedó relegado a un segundo lugar ya que uno de los platos acompañantes brilló con sabor propio. A simple vista parecía ser un caldo comunacho con un par de hojitas verdes decorativas, pero al probarlo, un sabor salado y ahumado me sorprendió sobremanera.
Para descartar una desconfiguración de mi paladar, mi novia probó un poco y coincidió con el mismo veredicto: ese caldito estaba espectacular.
Infructuosos fueron mis intentos de pedirle al camarero el nombre de tal exquisitez. Solo pude captar un par de sonidos que tenían más pinta de onomatopeya que de palabras. Lo único que pude rescatar fue la foto de aquel almuerzo, el nombre del plato en el menú y el del lugar (todo en coreano).
Es fija, cuando regrese a Corea del Sur, uno de mis objetivos será volver a probar ese sabroso sidedish.
El día todavía tenía un palacio real más para ofrecernos, pero antes de ello, pasamos por las antiguas callecitas del tradicional barrio de Bukchon Hanok. Otrora residencia de familias adineradas, hoy se anuncia como un paseo habitado por casas típicas bien bonitas y turísticas.
Dado que quedaba de camino, también hicimos una recorrida por las inmediaciones del National Folk Museum of Korea en donde encontramos varias esculturas al aire libre. Entre tanto arte de piedra exterior, se destacaron las 12 figuras del horóscopo chino de un metro de alto cada una y dispuestas en forma circular.
El museo en sí, está ubicado en lo alto de una plataforma accesible por unas simétricas escaleras de piedra y tiene la forma de una auténtica pagoda de varios pisos. Lo agrego a la lista de cosas para hacer la próxima vez…
Finalmente llegamos al último y más importante de los palacios reales visitados en nuestra incursión por tierras coreanas: Gyeongbokgung. La mayor afluencia de visitantes ya delataba la predilección turística por ese palacio y con justa razón.
Los edificios, los estanques y los espacios se mostraban un tanto más imponentes que los anteriores con el agregado de unos montes en el horizonte que ayudaban a abstraerse unos instantes de la avasalladora estampa de la ciudad.
Además, el predio cobijaba varias reliquias culturales de toda la nación, según nos explicó la guía en inglés, que dicho sea de paso, manejaba bastante bien el castellano también.
Algo que saltó a la vista ni bien entramos al predio fue la gran cantidad de adolescentes coreanos vestidos de pies a cabeza con el Hanbok, vestimenta típica de Corea. Eso sí, no paraban de sacarse selfies en todo lugar donde ponían un pie.
Como dato de color, les comento que existía la posibilidad de alquilar uno de estos Hanbok y hacer la recorrida sumergidos un poquito más en su cultura. Además, todo aquel que ingresara así vestido tenía como agregado de la gratuidad de la entrada. Con el frío que hacía… Muchas gracias pero prefiero soltar unos wons en la entrada y mantenerme abrigado.
Tras haber pateado todo día, llegamos fusilados al hotel con la suficiente energía como para pegarnos un baño y salir a comer a un restaurant cerquita. En esta oportunidad repetí el bulgogi del mediodía solo que en forma de alto guiso.
Parecía que conforme pasaban las comidas, la cantidad de platitos acompañadores aumentaba. Esta vez me trajeron 6!
Dos con variedad de kimchi, uno con arroz, otro con una verdura desconocida aderezada, otro con una suerte de semillas negras y el restante con larvas de pescado.
Concluida la cena, notamos que éramos los únicos clientes presentes en el lugar, y eso que no eran más de las 10 de la noche.
Al parecer, además de cenar temprano como en tantas otras partes del mundo, es costumbre de los restaurants coreanos cerrar solo cuando haya finalizado el último cliente. Es decir, no tienen un horario de cierre fijo ni tampoco te vienen a apurar con el tan molesto “Chicos, les traigo la cuenta que estamos por cerrar”.
No te pierdas como sigue este viaje en el siguiente post Guerra y arte