El cóndor pasa… (y el apunamiento también)
Antes de seguir adelante te recomiendo leer el post anterior Nuevos amigos en la ciudad blanca
Como es sabido, las distancias en América son extensas y el ajetreado itinerario de este viaje nos hacía madrugar antes que el gallo para poder llegar a cada nuevo lugar con tiempo suficiente para apreciarlo. Dicho y hecho, nuestra siguiente aventura nos hizo amanecer tanto que el desayuno pareció preceder a la vigilia.
El recorrido por las puneñas rutas denotaba un clima más bien árido con parte del terreno cubierto por pequeños arbustos y gobernado por las elegantes vicuñas.
Tras cerca de una hora y media de traslado, una parada técnica en una aislada estación de servicio en Patahuasi nos permitió estirar las piernas. Con algunos minutos en nuestro haber, caminamos hacia una suerte de confitería que formaba parte del parador rutero y, advertidos por la posibilidad de sufrir apunamiento, nos tomamos un té de coca y otro de chachacoma (planta medicinal de los Andes con varias propiedades medicinales y muy rica por cierto).
Aquellos tés, además de darnos inmunidad frente al mal de alta montaña (o al menos oficiar de placebos), sirvieron para reconfortarnos con su calor ante la decreciente temperatura producto de nuestra lejanía del nivel del mar.
Unos kilómetros más adelante, nos detuvimos nuevamente en un inhóspito mirador a casi 5.000 metros de altura con vista a numerosos volcanes a saber: Misti, Chachani, Ampato, Sabancaya, Hualca Hualca, Mismi y Ubinas.
Ni bien se detuvo la combi, salí disparado para tomar anchas panorámicas de tal vastedad de paisaje, pero al momento de querer retratarme junto a mi novia, observé que ella se acercaba lentamente, como cuidando cada paso que daba. Como disponía de nieve a mi alrededor, no tuve mejor idea que arrojarle una helada bola que la impactó de lleno y que no le causó tanta gracia como a mí.
Al acercarme entendí la razón, la puna comenzaba a hacer de las suyas: un malestar y algunos mareos la llevaron a regresar unos minutos al vehículo para descansar y odiarme en silencio por la infructuosa humorada.
Mientras trataba de disculparme de todas las formas posibles, ella solo asentía más preocupada por su estado que por mi presencia. Sin embargo, unos pocos minutos de reposo la recompusieron permitiéndole acercarse al punto panorámico para tomarse varias fotos conmigo y los volcanes.
Conforme nos acercábamos a destino, la verde vegetación se volvía más notoria mientras algunos sembradíos denunciaban la presencia de civilización. Al llegar al perdido pueblo de Chivay, dejamos las valijas en la combi y fuimos a un restaurant llamado El Balcón de Don Zacarías, donde degusté una sopa de quinoa y una trucha en salsa de hierbas andinas.
Como entremés nos trajeron unos panes acompañados por varios aderezos, uno de los cuales reveló su identidad una vez en mi boca: era una salsita con rocoto. El picor de aquellas crepes arequipeños tuvo su deja vu instantáneo, la diferencia fue que en esta ocasión se manifestó en forma de un hipo indomable.
Tras un agradable almuerzo con mi novia, Ed, Alicia y Enrique; el guía nos depositó en nuestros respectivos hospedajes para dejar las valijas y descansar luego de tanto traslado. Supongo que el destino nos favoreció con el Eco Inn Colca ya que la habitación era gigante, con una ducha revestida de piedra y una pequeña mesita con dos sillas con vista a la monumental cordillera de los Andes.
Aprovechando la poca luz solar que quedaba, fuimos a dar una vuelta por el pueblo en el que no faltó la típica plaza central con su iglesia enfrente, el mercado de frutas, verduras, granos y legumbres regionales, estatuas de pobladores con las vestimentas típicas y varios asientos en forma de sombrero decorados con coloridos motivos en mosaicos.
La lluvia copiosa que cayó aquella noche parecía presagiar un mañana complicado para cualquier excursión pero, muy por el contrario, se llevó consigo todo rastro de mal tiempo dejando tras de sí un cielo diáfano y alentador. Madrugadores como siempre, disfrutamos un desayuno en aquella mesita con vista a la inmensidad y una paz que solo los Andes pueden brindar.
Mientras esperábamos al resto del grupo en la plaza central, divisamos un grupo de niños danzando con vestimentas coloridas y tejidos de la zona. Según nos contó el guía, estaban recaudando fondos para un viaje de estudios. Recuerdo haber pensado cuán parecidos y distintos podemos ser con apenas algunos kilómetros de distancia entre nosotros.
El objetivo de aquel día era visitar el cañón del Colca, famoso por ser el segundo más profundo del mundo. Los caminos que bordeaban el valle nos deleitaron con amplias extensiones paisajísticas que solo desaparecieron al atravesar un túnel hecho en una ladera que se sumía en la más absoluta oscuridad.
Tal era la ausencia de luz que por un momento el conductor y guía complotaron entre sí al apagar las luces del vehículo a fin de que intentáramos observar la palma de nuestra mano. Honestamente, fue imposible.
Al llegar al mirador del cañón, unas plataformas nos acercaron temerariamente hacia el precipicio donde nos asomamos para tratar de ver el fin de tan magnífica formación geológica. Junto con un puñado de otros turistas fuimos de aquí para allá buscando percibir tal escenario en su mayor expresión. No obstante, la experiencia alcanzó su apogeo cuando los fantásticos cóndores empezaron a sobrevolar nuestras cabezas.
Con mi modesta cámara de fotos intenté capturar uno de los tantos que extendieron sus albinegras alas planeando sobre el abismo. La conjunción del escenario, el clima ideal y la cercanía del vuelo de los poderosos cóndores nos brindó un show tan perfecto como real.
Así las cosas, un almuerzo rápido y de nuevo a la ruta para continuar viaje con el corazón aun saboreando cada momento vivido. De hecho, no había ni un segundo para desperdiciar ya que un largo trecho de casi 5 horas nos separaba de la ciudad de Puno a la que arribaríamos entrada la noche.
Al llegar al hotel Plaza Mayor, un fuerte dolor de cabeza, producto de tanto sube y baja, me dejó knock out por un par de horas en la cama dándome un recreo únicamente para poder comer algo y entregarme al sueño. Y yo que me creía inmune al apunamiento…
No te pierdas como sigue este viaje en el siguiente post La plenitud del Titicaca