Como los tiempos eran ajustados, tuvimos que regresar al bus y partir en dirección al restaurant Tunupa que nos esperaba, reserva mediante, para almorzar. Bordeando el río Urubamba, llegamos a aquella finca que funcionaba como restaurant para encontrarnos únicamente con el personal y todas las mesas a nuestra disposición.
Aquel lugar era realmente un sueño: arquitectura colonial con techo tejado, un jardín trasero repleto de flores con salida al río, una simpática alpaca custodiando las inmediaciones y un marco de naturaleza que realzaba cada detalle.
El servicio y la comida eran de no creer. Para que se den una idea, el ceviche me lo prepararon frente a mí con los ingredientes que yo iba eligiendo y lo sirvieron con un pisco sour de cortesía.
Como si eso fuera poco, el servicio de buffet ofrecía una opción más tentadora que la otra, pero yo, que soy muy dulcero, me focalicé en los postres: torta tres leches, mazamorra morada, mousse de kiwi, torta de guanábana con chocolate, arroz con leche y muchas otras que no recuerdo.
Como broche de oro, el almuerzo estuvo acompañado por un señor interpretando música andina equipado con quenas, sikus y hasta una zampoña gigante. Todo ello hizo de aquella experiencia culinaria una de las mejores de mi vida.