Museos para (casi) todos los gustos
Antes de seguir adelante te recomiendo leer el post anterior Amor a primera vista en Paris
Nuestra misión para el tercer día era clara: apostarse bien temprano en la fila para entrar al emblemático museo Louvre. Para ello, contábamos con la tarjeta Paris Pass, la cual, además de brindar numerosos descuentos, nos ubicó en una fila prioritaria que fluía al interior de la pirámide de cristal ante la recelosa mirada de aquellos que aún no tenían su entrada.
El haber estado allí minutos antes de la apertura pagó sus dividendos: los amplios pasillos y las majestuosas salas, que arquitectónicamente ya son una obra de arte en sí, estaban prácticamente vacíos.
Como todo turista primerizo, inmediatamente fuimos a buscar a la reina del lugar: La Gioconda de Da Vinci la cual reposaba blindada tan eterna y mística. Pudimos acercarnos sin problemas hasta donde el personal del museo lo permitía e incluso tuvimos tiempo de sobra para sacarnos varias fotos sin ser molestados. Una inmejorable forma de empezar el día, no?
La sala que albergaba a la Mona Lisa estaba tapizada con obras de menos renombre pero igual de geniales, algunas de tamaños pasmosos y que podrían ser la atracción principal de cualquier otro lugar. Una buena recomendación para visitar el museo es la de avocarse a unos pocos sectores que resulten de interés ya que la inmensidad del recinto hace que sea imposible recorrerlo en su plenitud en un solo día.
Nuestro ligero andar nos llevó por la Venus de Milo (donde encontramos varios estudiantes sentados en el piso dibujando su silueta), el código de Hammurabi, el Escriba, la Victoria de Samotracia (una de las favoritas de mamá), los aposentos de Napoleón, las salas de arte egipcio e infinidad de otras pinturas.
Incluso tuvimos la osadía de perdernos por sus pasajes y desembocar en el sector del hermoso arte musulmán para luego continuar por la zona del arte oceánico en la que una gigantesca cabeza Moái me pidió una foto.
Una vez afuera, previo paso por el gift shop, aguardamos unos minutos hasta reencontrarnos con el resto del grupo bajo unas amenazantes nubes grises. Como si tres museos en dos días no fueran suficientes, el centro Pompidou era el número cantado para nuestra próxima visita, ahora sí, bajo una intensa lluvia. Impactados por su ecléctica arquitectura, nos adentramos a través de unas escaleras mecánicas recubiertas cual domo hacia su interior.
Más que un museo, el Pompidou es un centro de artes visuales en las que destacan la pintura moderna y contemporánea, la fotografía y el cine. Descartando algunas obras de Dalí, Matisse y Picasso, e incluso algo de Kandinsky, Klee y Mondrain, el arte moderno lamentablemente me encuentra con muchas limitaciones a la hora de su apreciación. Ni que hablar del arte contemporáneo el cual no disfruto en absoluto y hasta puede llegar a darme bronca. En fin, como reza el dicho: sobre gustos no hay nada escrito.
Tras dos largas horas nos reunimos en la entrada con el resto de la familia para compartir nuestras disímiles sensaciones ante las colecciones expuestas, luego de lo cual votamos el siguiente destino. Una parte del grupo enfiló para Galerías Lafayette mientras que otros partimos hacia la Île de la Cité para visitar la afamada Notre Dame.
Afortunadamente la lluvia había amainado y, una vez allí, la inconfundible fachada gótica de la catedral se impuso ante nuestra pequeñez como diciéndonos “pasen y vean”. Una vez dentro, presenciamos con asombro la majestuosidad de los vitreaux acompañados por el angelical sonido del órgano de fondo, los arcos altísimos y las columnas centenarias.
En retrospectiva reconozco que me hubiera gustado subir a una de sus torres y experimentar la perspectiva de las gárgolas, sobre todo ante los recientes sucesos incendiarios en los que Notre Dame se vio envuelta y que vaya a saber uno cuándo será reabierta al público en todo su esplendor.
El último punto de reunión del contingente familiar tendría lugar en otra de las insignias de París: El Arco del Triunfo. La antorcha marcando la tumba del soldado desconocido flanqueada por las dos columnas repletas de nombres y conmemoraciones y el sol comenzando su descenso nos instaban a conocer tal monumento en su interior.
Las escaleras hacia la cima pueden resultar extenuantes si uno no está preparado pero, una vez arriba, además de unos banquitos para descansar y un local de souvenirs, las panorámicas de la ciudad son mejores que las brindadas por la Torre Eiffel. Ya casi de noche, observamos el hermoso diseño concéntrico de la capital francesa, los jardines, la avenida de los campos elíseos, el edificio de la Defensa y más allá, por supuesto, el gigante de metal.
El día turístico concluyó cerca de las 9 de la noche con nuestro regreso al departamento para comer algo, bañarnos y rendirnos en la cama. A esta altura debe estar claro que el ritmo que llevábamos no era el propio de unas vacaciones de descanso, no obstante lo cual, qué hermosa manera de agotarse.
No te pierdas como sigue este viaje en el siguiente post El tropiezo final
Qué maravilloso viaje!!! Leerlo es estar viajando con vos Manu. Además de las preciosas fotos, puedo llegar a sentir los sabores! Congrats!
Muchas gracias!!
Algunas fotos de las comidas son bastante tentadoras no? 😀
Un artículo súper interesante amigo, me ha gustado volver a recordar esta preciosa ciudad del Amor al leerlo!!
Muchas gracias Romi!
París tiene tantísimo para visitar.
Beso y éxitos con el blog!