Un viaje de hermanos
Un dejo de nostalgia por nuestro viaje familiar del 2016 nos llevó a mis hermanos y a mí a plantearnos con seriedad la posibilidad de embarcarnos en nueva travesía europea en 2018. No obstante, el carácter exclusivamente fraternal sería la premisa de esta naciente empresa dejando madres y novias fuera de la partida.
Por ende, motivados por el cariño y la complicidad propios del vínculo entre hermanos (quien tiene la suerte de tenerlos sabe a qué me refiero) nos pusimos a cranear esta nueva aventura.
Coordinar las fechas no fue mayor inconveniente, los tres teníamos vacaciones pendientes en nuestros trabajos. La clave radicaba en aprovechar cada feriado desperdigado por el calendario para estirar nuestra estadía como un chicle… o una maza de pizza si es de su preferencia.
El problema estuvo a la hora de elegir las ciudades a visitar y sus respectivas actividades. En ese tópico, nuestras personalidades eran bastante disímiles, desde quien atiborra con excursiones el Excel creado para la ocasión hasta quien gusta más de sorprenderse con lo que pueda encontrar una vez arribado a la ciudad.
Pero como un viaje de esta magnitud requería un mínimo de planificación, el tercio más remolón del grupo cedió sus derechos en cuanto a elección de ciudades y paseos se refiere. Después de todo, tampoco es tan difícil pasarla mal en Europa…
Esto que yo les cuento en dos párrafos a nosotros nos abarcó como dos meses y algún chispazo en el medio. Tal es así que, para desarrollar un itinerario, necesitábamos un lugar por donde comenzar y, a fin de no perder más tiempo, emitimos los pasajes solo de ida. La vuelta sería un tema para más adelante.
Un poco por lo inusualmente barato de los pasajes para julio y por su ubicación estratégicamente central, sacamos boleto a través de Turkish Airlines hacia la suiza ciudad de Ginebra. Pero hete aquí que quien ha disfrutado previamente de los servicios de la aerolínea turca sabe que la escala en Estambul es insorteable.
Bueno, a nosotros nos tocó un clavo de 10 horas en mi viejo y conocido aeropuerto Ataturk como paso intermedio para coronar un vuelo total de 30 horas. Éramos jóvenes, no nos olvidemos, éramos jóvenes…
Lo cierto es que partimos un miércoles a las 11 de la noche para llegar a la siempre neutral Suiza un viernes a las 10 de la mañana. Entre aturdidos y desorientados por tanto traslado, llegamos al aeropuerto de Ginebra que nos recibió con una mañana inmejorablemente soleada.
La mejor forma de hacerme saber que había pisado tierras helvéticas fue la milimétrica posición en que colocaron el sello de ingreso al país en la primera hoja del pasaporte. Como para no exaltar el estereotipo de perfeccionismo y precisión suizo.
Al sacar el boleto de tren desde el aeropuerto hacia nuestro hotel ya nos empezábamos a hacer una idea del carácter oneroso de la tierra de los relojes. Tres paradas y 20 minutos después estábamos saliendo de la estación Cornavin para desembocar en la amplia avenida homónima.
Atentos al posible estado de decrepitud que podían depararnos un millón de horas de vuelo, reservamos una noche en el Ibis Hotel emplazado a unos convenientes 10 minutos a pie de la estación.
Como todas las sucursales de esta cadena multinacional de hoteles, nuestra habitación tenía lo mínimo indispensable para pasar esa noche (y no esperábamos más que ello). Lo que sí debo destacar es lo apretado de los espacios producto de la colocación de tres camas en un lugar diseñado para dos. En fin, calavera no chilla…
Ahora sí, llegamos, a tirarse en la cama para recup… NADA DE ESO!!! Sacamos nuestra reserva de energía cual Schwarzenegger en la escena final de Terminator 2 para extraerse el palo de metal que lo atravesaba y salimos a patear la calle.
A poco de caminar por las tranquilas veredas del boulevard Georges-Favon, dimos con un puente que pegaba un salto sobre las intensas verdeazuladas aguas del Ródano. El color de aquel río lucía tan prístino que se me hacía imposible en una ciudad del porte de Ginebra. Sin embargo, ahí estaba y sus aguas de origen glaciar corrían límpidas hacia el encuentro con el lago Lemán, compartido por Francia y Suiza.
Nuestra primera atracción turística tenía tintes morbosos: visitar el Cementerio de Plainpalais donde yacen los restos de ni más ni menos que el genio Jorge Luis Borges. Algo que me llamó la atención es que, más allá de las lápidas desperdigadas por doquier, el lugar era tan parque como cementerio.
Me refiero a que no era raro encontrar personas tiradas en el pasto tomando sol, leyendo un libro o haciendo un pic-nic sin ningún inconveniente ante la cercanía de tanto epitafio.
El parque/cementerio tenía varios senderitos para pasear y algunos asientos que invitaban a parar y sentir en la cara el cálido toque de los rayos del sol. A pesar de haber un plano en la entrada con las ubicaciones de cada tumba y su respectivo inquilino, nos tomó más tiempo del esperado dar con la del célebre escritor argentino.
Al hallarla, notamos que la tumba era como cualquier otra presente en un cementerio. Empero, lo que la destacaba del resto era su lápida tallada en el frente con un relieve de 7 guerreros blandiendo sus armas y la misteriosa frase “and ne forthedon na”.
Este enunciado está en un inglés antiguo y se atribuye a un poema del siglo X conmemorando la batalla de Maldon en la que los anglosajones buscaron impedir infructuosamente la invasión vikinga de su isla.
Traducida como “Y que no temieran”, podría referirse a la arenga recibida por los guerreros antes de la batalla buscando infundir coraje ante la posibilidad de la muerte. Algo así como “morir sin temor”.
Del otro lado de la piedra se vislumbra la frase “Hann tekr sverthit Gram ok leggr i methal theira bert” cuyo origen proviene de la saga Völsunga, una serie de relatos escrita en el siglo XIII.
Traducida como “Él toma la espada Gram y la coloca entre ellos desenvainada”, esta frase es parte del cuento borgeano “Ulrica” y es una referencia al amor. Apenas por debajo, un barco tallado simboliza la eternidad y el viaje final del hombre.
Sin ser un gran conocedor de la obra de Borges, no puedo menos que aplaudir la genialidad desparramada por su pluma en cada palabra. Miren si la tenía clara el muchacho que hasta parece reírse de nosotros desde el más allá con una última jactancia de su intelecto plasmada en su lápida.
Dato de color: si se sabe buscar, es posible encontrar casi desapercibida la tumba de Jean Piaget, notable psicólogo y biólogo suizo cuyos estudios sobre el desarrollo de la infancia nos hizo conocer nuestro profesor de psicología en la secundaria.
Suficiente fiambre por ahora, es momento de regresar a la tierra de los vivos. Algunas cuadras al este, pasando la lujosa sala de conciertos Victoria Hall, llegamos a las inmediaciones de la Universidad de Ginebra.
Amén del respeto que tengo por el ámbito académico, nuestro interés por merodear la zona tenía más que ver con el Monumento Internacional de la Reforma apostado en el contiguo Parque de los Bastiones. Dicho monumento está representado por un largo muro custodiado por varias figuras de la reforma protestante con Calvino, Farel, de Beza y Knox a la cabeza.
Si bien está catalogado como una de las atracciones de la ciudad, su visita no nos ocupó más que un par de minutos. Quizás por nuestro desconocimiento sobre la historia de la Reforma de la Iglesia católica o por el incisivo calor cayendo sobre nuestras cabezas, consideramos sensato seguir adelante con nuestro paseo.
Tras un par de horas caminando por Ginebra, me dio la impresión de que la ciudad estaba vacía, no había mucha gente caminando por la calle. Se me ocurrió que tal soledad citadina podía justificarse en el reciente arribo del verano boreal.
Seguramente muchos ginebrinos hayan aprovechado las confortantes cálidas temperaturas para emplear sus vacaciones en destinos algo más turísticos.
Con toda la ciudad para nosotros seguimos caminando hacia un despoblado barcito para almorzar algo. No hizo falta más que un vistazo al menú para darnos cuenta de que los precios por esos lares eran exageradamente siderales.
Ante aquel panorama, elegimos nuestra comida teniendo como norte el precio más barato: un sándwich y una gaseosa para mí por favor.
Luego de visitar la elevada, gótica y luminosa catedral de San Pedro, nuestros cuerpos empezaron a acusar recibo de cansancio. Por lo tanto, emprendimos el regreso al hotel a través de las curvilíneas callecitas empedradas del casco histórico.
En este punto, nuestra energía había tocado el piso por lo que nomás entrar a la habitación caímos rendidos en nuestras camas. Ni ganas tuvimos de correr las cortinas para tapar el pleno sol de las 3 de la tarde que se avasallaba por la ventana.
Un par de horitas de imprescindible siesta y una reparadora ducha nos empujaron a salir del hotel para conocer un poco más de Ginebra. Nuestro paseo vespertino nos llevó hacia el jardín inglés donde conocimos el pintoresco Horloge Fleurie, un reloj funcional gigante hecho de flores muy coloridas.
El parque tenia vista al lago de cuya superficie emanaba un potente chorro de agua convenientemente bautizado Jet d´Eau, otra de las atracciones ginebrinas.
A poco de caminar por allí nos avivamos de que estábamos en una de las zonas más turísticas y paquetas de la ciudad. Sobre la Rue du Rhône era común encontrar negocios del estilo Gucci o Versacce cuyos precios apuntaban a la clase alta. Además, la cantidad de gente pululando por la zona era notoriamente superior a la percibida unos párrafos más arriba.
Desde ya que lo único que podíamos hacer era mirar de reojo alguna que otra vitrina. Sospecho que poner tan solo un pie dentro del alguno de esos locales hubiese sido motivo de erogación. No obstante, hubo algo que me llamó mucho la atención a través del escaparate de un local de antigüedades.
Dispuesta con la simpleza de quien vende alfajores en un kiosco, identifiqué unas monedas antiguas a la venta. Al refinar la mirada me di cuenta de que uno de esos pedazos de metal deforme correspondía a una moneda hallada en Grecia y databa del año… 500 A.C.!!!!
“¿Cómo es que eso no está en un museo?” pensé. Pero claro, al ver el precio supuse que un museo no le hubiera pagado al dueño ni la milésima parte de su valor. Costaba “apenas” 8.000 francos suizos.
Con la noche golpeando la puerta, y conociendo las manías tempraneras de los europeos, fuimos a cenar a una pizzería baratita. Sin embargo, finalizada la cena y por iniciativa del tercio del grupo más adepto a la exploración nocturna de bares, fuimos en busca de un trago para cerrar la noche.
Y así fue como, degustando un trago más caro que mi vida, terminó nuestro primer y último día en Ginebra. Al día siguiente debíamos partir hacia la ciudad de Montreux que nos esperaba unos kilómetros al este sobre la costa del lago Léman.
No te pierdas como sigue este viaje en el siguiente post Típico día de paseo suizo
Excelente descripcion y relato Manu!
Muchas gracias!!!
“Sacamos nuestra reserva de energía cual Schwarzenegger en la escena final de Terminator 2” jajajja me hiciste reír. Arranco este diario de viaje y automáticamente voy recordando todo lo que hicimos. Gran viaje, grandes recuerdos bro!
Jajajaj es que fue tal cual!!!