Antes de seguir adelante te recomiendo leer el post anterior Sabores vieneses
Las delicias culinarias y arquitectónicas de Viena venían cumpliendo con creces nuestras expectativas. Cada paso dado, cada vuelta a la esquina, cada centímetro avanzado eran una nueva grata sorpresa para la vista.
Sn embargo, aún teníamos una deuda en cuanto al aspecto artístico de la ciudad, entendiendo por ello la visita a algún museo. Así fue que el tercer día en Viena un arranque mañanero (como de costumbre), precedido por un desayuno liviano, nos colocó a las puertas del Museo Belvedere.
Afortunadamente, el predio que sostiene al museo estaba ubicado a unas pocas cuadras al este de nuestro departamento, por lo que llegar no nos tomó más de 20 minutos.
El asunto con el Belvedere es que, en realidad, es un área bastante extensa con dos enormes palacios separados por una explanada de jardines y fuentes.
Estos dos palacios son el Lower Belvedere y el Upper Belvedere. Como sus adjetivos en inglés vaticinan, uno se encuentra en la parte baja del predio y el otro en la alta. Nuestro interés estaba focalizado en visitar el Upper Belvedere (el de las “alturas”) y, como se imaginarán, nosotros estábamos a las puertas del de las “bajuras”.
Por ende, pasamos por alto el palacio que está más cerca del nivel del mar y emprendimos una caminata en subida por los hermosos jardines centrales.
En esta instancia del viaje ya no era sorpresa estar rodeados de perfección, sea en el trabajo de jardinería, los pacíficos estanques o la cautivante simetría.
Lo bueno de tener tanto para ver en esos jardines fue que nos vino como anillo al dedo para tomarnos intermitentes descansos en nuestro ascenso.
El hecho es que finalmente arribamos al Upper Belvedere que con su hermosa fachada capitalizada por turquesas cúpulas de cobre no hacía más que aumentar mi expectativa.
Tras abonar la entrada correspondiente, nos adentramos en la fantástica pinacoteca que es el hogar de las más famosas obras del austriaco Gustav Klimt.
Si bien lo he mencionado en otra ocasión, es increíble la sensación que me invade cada vez que tengo frente a mí una obra de arte o un paisaje de ese calibre. Como que no termino de caer en la cuenta de estar frente a eso que tantas veces vi plasmado en imágenes de revistas o libros.
Luego de que un grupito de gente terminó de admirar la obra, me abrí paso hacia aquel cuadro llamativamente más grande de lo que imaginaba. Más allá de su tamaño, me sorprendió el darme cuenta que las vestimentas de la pareja no eran amarillas, eran de un dorado vibrante capaz de reflejar la luz como el metal.
Con los ojos tan abiertos como me era posible para tratar de captar toda la majestuosidad de la obra, me acerqué hasta tenerlo a menos de un metro (no había una valla separadora) y me saqué cuanta selfie pude, solo y acompañado por mis hermanos. Una obra maestra más para la colección…
La sala que albergaba El Beso también tenía el lujo de adornar sus paredes con otras obras de Klimt e incluso con algunas del maestro escandinavo Edvard Munch. En las salas contiguas las maravillas desbordaban los muros: Van Gogh, Monet, Renoir, Pisarro, Manet y, por supuesto, más Klimt.
Otra de las joyitas de la colección permanente que tuvimos la suerte de encontrar fue una de las 5 versiones de Napoleón cruzando los Alpes. Tanto la impronta de la escena retratada como su tamaño son capaces de hacerlo sentir a uno bien chiquitito.
Pero no todo en Belvedere es pintura, de hecho, también llegamos a encontrar esculturas y algo de mobiliario decorativo. Pero las esculturas que más me llamaron la atención fueron los bustos de Frans Xaver Messerschmidt. La intensidad de la expresión facial conseguida por el escultor alemán en esta serie de bustos es algo verdaderamente fascinante.
Si bien yo estaba centralizando mi atención en las obras que distinguían cada rincón del palacio, de tanto en tanto me pegaba un recreo para admirar la arquitectura interior del lugar.
Con mucho del barroco apoderándose de las aristas, las curvas y los vértices, el detalle sobrecargado estaba a la orden del día.
Por otro lado, la combinación de materiales como la madera, el dorado metal, el yeso de las molduras y la piedra de los pisos estaba lograda de una forma tan genial como armónica. La luz natural entrando por los no menos majestuosos ventanales no hacían más que enriquecerlo todo…
Y por si aquello no fuera suficiente, uno de los salones centrales ostentaba un fresco en su techo por demás sublime. Era tan extraordinaria aquella imagen que tranquilamente podría ser la responsable de una incipiente tortícolis como consecuencia de alzar la mirada por un tiempo prolongado.
Así fue como, entre obras maestras, se nos pasó la mañana acercándonos a un mediodía que nos deparaba un potente almuerzo en un restaurant llamado Bier & Bierli.
Las paredes del lugar estaban decoradas con infinidad de latitas de cerveza traídas de todas partes del mundo. Si bien no encontré ninguna repetida, tampoco hallé un exponente de la buena y vieja Quilmes…
Pero sepan que las paredes no fueron lo más bonito de aquel almuerzo. Lo mejor sin dudas fue mi gulasch vienés con dumplings que me llenaron de energía para todo lo que la tarde pudiera acarrear consigo.
Qué maravilla todo lo que pudiste ver allí. Me sorprendí con el hallazgo de Klimt y otras obras! Bellísimo todo, adentro y afuera!!!
Siempre hay que meter un poquito de arte en cada viaje