Navidad en los manglares y la mejor playa
Antes de seguir adelante te recomiendo leer el post anterior Mi 2ª Maravilla Natural: el Río subterráneo
Una de las sugerencias aportadas por el israelí Aaron en aquel viaje hacia Puerto Princesa fue que 5 días en la ciudad eran demasiado tiempo, teniendo en cuenta las actividades que tenía para ofrecer. Y algo de razón tenía, pero siempre está en uno rebuscárselas y encontrar el atractivo en cosas increíbles como el río subterráneo o salidas triviales como una visita a un shopping.
Permitiendo que sean las primeras luces del día, y solo ellas, las encargadas de retirarnos de nuestra fase onírica hacia la tierra de la vigilia, arrancamos el día bien relajados sin mayores pretensiones que las de caminar por la ciudad.
Inmersos en el húmedo calor de la ciudad, marchamos hacia el norte bordeando la carretera Puerto Princesa Norte. En sus márgenes asomaban tramos de mucho verde que bien podrían tratarse de jardines caseros o frondosos baldíos. Conforme avanzábamos, la vegetación mermaba en pos del creciente gris de la civilización y sus modestos negocios de todo tipo.
Tras casi 45 minutos de recorrido llegamos finalmente al Robinsons Place, un shopping de gran envergadura y señalado como el más importante de la zona. Dado que no teníamos ningún apuro, nos abocamos a recorrer cada negocio de las dos plantas de aquel inmenso galpón en busca de algún artículo de utilidad o de un original souvenir para traernos a casa.
Ir de shopping no es algo que acostumbro hacer durante las vacaciones. Pero sepan que los precios por aquellos días en Filipinas resultaban bastante baratos considerando el cambio con el peso argentino y quería ver si aparecía alguna oportunidad.
Sin embargo, solo atiné a comprar una remera y algunas chucherías para luego ir a uno de los tantos locales de comida rápida para almorzar.
Quizás aquella relajada visita al shopping haya sido una forma de quemar el tiempo necesario para acercarnos a la excursión posterior que teníamos reservada. Excursión que por su esencia únicamente podía tener lugar bajo el oscuro cielo nocturno: el Firefly Watching.
Cerca de las 7 de la tarde nos apostamos en el muelle de la ciudad aguardando, junto a otros turistas, la embarcación que nos llevaría a través de la bahía de Puerto Princesa hacia la desembocadura de río Iwahig.
Lejos de las incandescentes luces de la ciudad, la oscuridad era casi total. Antes de comenzar, los guías nos recomendaron bajar el brillo de nuestros celulares y no utilizar el flash para las fotos. Una vez estuvimos todos listos, comenzamos a navegar río arriba en absoluto silencio y oscuridad.
No obstante, a diferencia de la experiencia en el río subterráneo, las estrellas clavadas en la infinita profundidad del cielo se anunciaban como testigos directos de nuestra aventura.
A poco de navegar por el meandroso curso de agua delimitado por los oscuros manglares empezamos a observar destellos que aparecían entre la vegetación. Luego de unos minutos, el espectáculo de las luciérnagas nocturnas paseando por los manglares escaló en magnitud.
Quedamos maravillados al ver cómo de golpe la espesa oscuridad se veía interrumpida por el centelleo de cientos de luciérnagas que se prendían y apagaban dándonos la sensación de estar ante la presencia de auténticos árboles de navidad.
Las lucecitas aparecían a diestra y siniestra sin ningún aviso mientras la sonrisa dibujada en mi rostro parecía no tener fin. Desde ya que tomar fotografías era inútil, a menos que tuviera una cámara de primera calidad… Y ese no era mi caso.
Pero resultó mejor así ya que pude canalizar toda mi atención a presenciar en vivo y en directo (y no a través de una pantalla) aquel increíble show de luces intermitentes cortesía de las dadivosas luciérnagas.
Siendo que estábamos navegando por un río, en un punto tuvimos que pegar media vuelta y volver sobre nuestros “pasos” lo cual me permitió tener una visual más cercana del margen opuesto al de la ida.
A mitad de camino entre el puerto y los manglares dimos con una suerte de embarcación flotante que nos esperaba con la cena. Además de estar nutrida con variedad de frutos de mar, la velada vino acompañada por un show de percusión (no tan atemorizante como el vivido en Tobago) que sirvió como cierre para una noche, a todas luces, mágica.
Como dice la canción “Todo tiene un final, todo termina” y nuestro último día en el paraíso filipino había llegado. Pero como dice la otra canción “¡Que no decaiga!”. Comprometidos con aprovechar las últimas horas nos inspiramos en un post de la gente de Marcando el Polo y comenzamos nuestro viaje hacia la perdida playa de Nagtabon.
Para ello lo primero que hicimos fue subirnos a un Tri que, tras 15 minutos de rampante velocidad, nos dejó en la caótica estación de ómnibus. Sumidos en la inevitable entropía de la estación, debimos preguntar reiteradamente cuál de todos los colectivos nos dejaba cerca.
Como era de esperar, más de una vez se nos acercaron tratando de vendernos pasajes a todos los puntos cardinales. Empero, aprovechamos todas esas aproximaciones para obtener precisiones sobre cuál era el bus que buscábamos.
Una vez arriba del colectivo con nuestro papelito que oficiaba como boleto, cruzamos durante media hora todo el centro de Palawan hasta nuestra parada final… que no era el fin de nuestro recorrido.
Quiero aclarar que en todo momento tanto mi novia como yo mantuvimos encendidos los GPS de los teléfonos. Cada 5 minutos los chequeábamos para evitar pasarnos y terminar bajando vaya a saber uno dónde. Lo cierto es que descendimos del bondi en Bucungan (donde correspondía); el tema es que para acceder a la playa aún faltaban 8 km de caminata.
A sabiendas de que el acceso a Nagtabon iba a tener esta pinta, comenzamos a caminar hacia destino cuando de repente un Tri se nos plantó al lado ofreciéndonos llevarnos por 300 pesos filipinos.
Como no teníamos apuro y era temprano, lo rechazamos amablemente, pero el conductor insistió acoplando la marcha de su motor a nuestro ritmo de caminata. En ese momento me propuse regatearle a ver qué pasaba y, para mi sorpresa, le bajamos el precio a la mitad. Y eso que no soy bueno ni me gusta regatear!
Una vez allí, tanto traslado cobró sentido: Nagtabon era sin dudas la mejor playa en la que había puesto un pie (superando por un pelo a la Samara de Costa Rica). La costa tenía espacio de sobra para tirarse donde uno quisiera, del agua turquesa emergían olas tan turbulentas como para divertirse pero tan calmas como para no presentar peligro y los flancos de la bahía estaban compuestos por montes llenos de árboles.
Como si esto no fuera suficiente, se podía contar con los dedos de una mano a las demás personas que paseaban por allí.
No nos costó demasiado sumergirnos en aquel virgen escenario y sacar lo mejor del día chapoteando en el agua, descansando a la sombra de las palmeras, caminando por la costa y jugando al truco. Nagtabon sí que sabe cómo tratar a sus visitantes…
Cerquita de las 3 de la tarde nos pareció pertinente comenzar nuestra vuelta al hotel a fin de preparar las valijas para el día siguiente. Sin embargo el Tri que nos había acercado, lógicamente, ya no estaba allí. Tras esperar 15 minutos a que pasara una sorpresiva lluvia, dimos el primer paso hacia Bucungan para tomar el bus de regreso.
Embadurnados con protector solar hasta las axilas, caminamos por más de una hora a la vera de la ruta bajo el sol de la tarde. En el camino observamos algunas plantaciones de arroz, plantas con hojas del tamaño de mi torso y pasamos por al lado de escuelas rurales en las que los niños nos saludaban a lo lejos y se reían tímidamente cuando les devolvíamos el saludo.
En un punto del trayecto apareció un auto comandado por una pareja filipina que ofreció llevarnos directo a Puerto Princesa. Lo que prometía ser una odisea terminó convirtiéndose en un cómodo viaje amenizado por la charla con nuestros salvadores que duró un parpadeo. El destino nos sonreía nuevamente.
Dicho sea de paso, el aire acondicionado del interior del rodado fue una bendición ante el penetrante calor de exteriores. Sin embargo, fue ese aire el culpable de un resfrío que me acompañaría los últimos días de nuestra travesía asiática.
Filipinas me pareció un país con una cultura tan distinta como interesante. Allí me maravillé con la exuberancia de su naturaleza y sus paisajes de película pero también me ofusqué ante el terrible alcance de los acontecimientos bélicos mundiales que no dejaron lugar sin marchitar.
Afortunadamente, tuve la suerte de ser testigo de la hospitalidad de los filipinos, de sus comidas exóticas y del ordenado caos en el que viven. Creo que no pude elegir un mejor lugar para tener mi primera experiencia en el sudeste asiático y veo difícil regresar algún día pero, en caso de que así sea, voy a tratar de explorar más a fondo este hermoso país de infinitas islas de pura naturaleza.
No te pierdas como sigue este viaje en el siguiente post Últimos días asiáticos